Duele ver a nuestra amnésica Colombia repitiéndose en sus absurdeces. ¿Han notado cómo discutimos en redes, televisión, radio, prensa, filas, calles, chicherías, hogares y demás? Que si izquierda o derecha… que si mamertos o yuppies… que cuál será ‘menos peor’… que cuál hará más daño… que unos ya tuvieron el turno de estropear las cosas… que ahora dejen a los otros relevarlos en esa misma tarea.
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De limitarse lo anterior a la búsqueda de lo que al entorno vivo y a nosotros nos conviene, el debate resultaría sano. Lo lamentable es el insulto, el sectarismo, la descalificación gratuita y el odio fomentados por terceros, prácticas en las que casi siempre solemos terminar sumergidos. Con tantos fratricidios, decepciones y pactos sucios consignados a cuenta ajena en el expediente nacional de infamias, cuesta creer que aún hoy algunos se autodeclaren 100% uribistas, petristas, gaitanistas, rojaspinillistas, peñalosistas, santistas, lopistas, pastranistas o simpatizantes incondicionales y absolutos de cualquier otra vertiente inducida de filiación política. Por demás, el hecho de afirmarse como individuo a partir de la devoción irrestricta a un ser que ni conocemos ya delata cierta patología.
En nuestro apasionamiento es común que incurramos en rotular las convicciones ajenas de manera simplista, situando a quienes las profesan como miembros de las huestes de seguidores de una u otra corriente y resaltando los errores del rival para legitimar supuestos aciertos propios. Y nosotros polarizados, cuando lo razonable sería entendernos como seres libres, inmunes a colores, partidos o sectarismos. Más conveniente resultaría disparar los reflectores contra aquellos líderes a cuya ambición le conviene dividirnos, amparados en la falsedad de convicciones ideológicas, políticas o económicas. No importa si lucen las camisetas de la oficialidad o de la oposición, o si son zurdos o diestros. Siempre terminarán comportándose de modo parecido. Cuanto más poderosos, más ególatras. Cuanto más despojados de aquel poder perdido, más sedientos del mismo.
A lo largo de la historia del país estos demagogos de oficio nunca han carecido de causas qué aprovechar. Primero fueron el realismo y el independentismo. El uno, apegado a la monarquía y arrodillado. El otro, promovido en gran medida por señoritos criollos deseosos de una cuota de liderazgo superior a la que su condición de americanos les imponía. El esquema se replica luego en la oposición federalismo-centralismo. Más adelante, en proteccionismo (afanado según sus afirmaciones por resguardar la incipiente industria nacional) o librecambismo (empeñado, según las suyas, en inscribirnos pronto dentro del contexto de la economía mundial). El prontuario prosigue con las confrontaciones entre liberales y conservadores y con las cantidades navegables de sangre vertidas por cuenta de estas.
La cuota de políticos alentadores de riñas sacrificados en la defensa de dichas causas ha sido comparativamente poca, pues casi por regla estos las promueven desde escritorios, plazas o desde la comodidad de su club, su palacio de gobierno o su finca. El binomio se repite, como yin-yang nacional… Gólgotas y draconianos… chulavitas y pájaros… neoliberales y socialdemócratas… cachiporros y godos… mamertos y yuppies… laicos y católicos… oligarquías y chusmas… ‘guerrillos’, ‘paracos’ y ‘milicos’. Ante semejante repertorio de paradojas solo queda preguntarnos si algún día entenderemos que el tema no es de rótulos, bandos, obediencias, insurgencias, neoliberalismos o castrochavismos. La preocupación de fondo debería constituirla el futuro que, basados en reflexiones autónomas, desapasionadas y limpias de partidismos o sesgos, habremos de procurarnos.