Hay un tanto de verdad en decir que quienes escribimos de cine somos cineastas frustrados. Vemos muchas películas, opinamos de más y en ocasiones hasta nos tiramos los finales. Una hoguera en algún infierno debe estar destinada para nosotros. Pero en mi memoria no tengo un recuerdo distinto a estar alquilando películas, cuando se alquilaban, yendo a festivales o, en los últimos años, eligiendo algún clásico en Netflix. La rutina anual se completaba con la temporada de premios, las apuestas respectivas por los mejores en esas fechas y hasta en el presente la acción de caminar tiene su toque cinematográfico: todo lo que pasa frente a mis ojos es un plano; cada momento, una escena; las personas con las que hablo, personajes, y sí, también pienso desde ya en el final o en los giros dramáticos.
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Varios padecemos de lo mismo y resultan fascinantes los momentos cuando compartimos experiencias, hablamos de una película y debatimos sobre un director, un actor o una escena épica. También resulta fascinante leer reseñas entusiastas que hablan con pasión de una cinta que no se ha visto u otra que ya se vio y ahí entra el tema del gusto, con el que con el tiempo definí perder la vergüenza y por eso no me arrepiento de defender películas destrozadas por la crítica o atacar otras que ante los ojos de los expertos son perfectas.
Aclaro, preferiría hablar apenas desde lo externo, de la legislación, de gestión cultural, del rol maléfico de las distribuidoras o de la ‘rosca’ que afecta el talento de muchos realizadores que aún no encuentran el camino. Pero cuando la pasión es el cine, lo de menos es la excusa, cualquiera es buena para decirles a los demás que compren la boleta y se pierdan en los universos que se crean con las imágenes en movimiento.
Una excusa como la que tuvieron la semana pasada los habitantes de Cajicá, que por primera vez vieron en su centro cultural varias películas de Eurocine 2017, una oportunidad que aporta a la formación de nuevos públicos y que demuestra lo que se debe hacer en gestión cultural. Replicar esta iniciativa en otras poblaciones de Colombia es a lo que le deben apostar las administraciones municipales, para que cada vez más personas se dejen seducir por las visiones que se tienen en distintas geografías y que forman no solo mejores públicos, sino también mejores ciudadanos.
Lo que pasó en Cajicá no es un hecho aislado que se debe tomar como algo superficial y estético de “ahhh, tuvieron una pantalla al aire libre para ver cine raro”. No, aquel niño que fue con su colegio y vio en pantalla grande que por fortuna no todo es ‘Rápido y furioso’ o Dago García, entendió que la creatividad puede estar puesta en una cámara de video, en un plano, en una interpretación, y así puede inspirarse y creer que hacer cine en Colombia es posible, porque aunque ser cineasta no sea una profesión tan popular como el soñar con ser el próximo James, ni tan vendedor como montar un negocio para hacerse millonario, puede ser la pasión que lo haga feliz.
En consecuencia, y pese a que la sociedad le mete a la gente que la felicidad es el dinero, el carro, la casa y la beca, los años y la experiencia permiten entender que son las pasiones y la vocación parte de la verdadera felicidad. Y de allí que el rol del Estado debe seguir siendo el de facilitar que quienes quieran dedicarse al cine, como a otras expresiones culturales, lo pueden hacer sin miedo, apenas con la fe de que esa pasión los llevará tan lejos como su disciplina y esfuerzo lo permitan.