Nacional cumplió 70 años y vale la pena la mención porque bastantes veces supe verlos en El Campín. Muchas veces vi ganador a mi equipo sobre ellos y otras tantas me tocó irme envuelto en medio de la amargura de quien termina mascullando la derrota más terrible frente a un adversario contra el que nunca se quiere perder.
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Y antes, en otros años, no suponía un clásico tan fuerte. Era un partido importante, sí, pero no clásico. Todo cambió en 1987. En ese año Francisco Maturana apostó a no utilizar extranjeros en la nómina –me acuerdo que durante mucho tiempo, hasta que se acabó el asunto de los ‘puros criollos’ en el plantel, se decía que el último foráneo había sido Roberto Paredes en 1986– y en esa temporada Nacional empezó a romperla con juego de posesión y de dejar a los rivales desairados porque sí que era complejo quitarles el balón.
Millonarios estaba cansado de no ganar títulos desde el año 78 y seguía en la labor de armar plantillas muy fuertes pero que en varias temporadas se quedaron con el grito del título en la boca. Y ganaba y jugaba bien ese Millonarios. Mucho más explosivo, tenía otro estilo que el del verde.
Y fue un partido en El Campín el que empezó a desatar todo ese duelo entre ambos, a veces mal entendido y llevado a esquinas judiciales y a noticias de baranda por cuenta de las provocaciones y la violencia. Millonarios ganaba 2-0 y le daba un tremendo repaso al verde, imposible de hallarse ante la superioridad azul. Pero en el segundo tiempo las cartas se barajaron distinto. Nacional, como aquel preso que empieza a cavar en la pared con una cuchara hasta encontrar la salida, tocó la pelota hasta el infinito y adormeció a Millonarios. Puso el 2-1 y el asunto se apretó feo. Ya Millonarios no dominaba nada y Nacional, sin tiempo pero con paciencia –una de esas claves que su escuela transmitió a la selección Colombia tiempo después y prueba de eso es el gol ante Alemania de Freddy Rincón, donde ya no existía tiempo ni para suspirar– taladraba de a pocos.
En el minuto final un centro bombeado al área del siempre inseguro Rubén Cousillas terminó siendo el bofetón en la cara. El arquero argentino trató de encajonar la bola pero venía de frente Juan Jairo Galeano, listo a esperar un error que, en Cousillas, era casi un rito de cada jornada. El portero saltó por los aires y cuando parecía atenazar el balón, se le escurrió entre los dedos. Galeano se encargó de hacer el 2-2 y de desatar iras porque –y es de esas imágenes que no se borran de mi mente– Pimentel, terminado el partido, fue enfocado por las cámaras increpando a Cousillas por su falla. Luego, también en caliente, llegó la declaración de Pimentel sobre el “futbolito” de Maturana y sus hombres y ya no hubo regreso.
Desde ese tiempo me tocó vivir derrotas miserables, injustas, empates sosos y victorias celebradas con alegría. Porque en 1987 Millonarios-Nacional se convirtió en clásico.