Pocos lo saben, pero aquellos bolígrafos que aún aprisionamos entre nuestros bolsillos, escritorios, manos y cartucheras son una innovación reciente, aparecida en los cuarenta del siglo pasado. Se la debemos a Ladislao José Biro, inventor húngaro radicado en Argentina, un visionario harto de las plumas hasta entonces ligadas inseparablemente a su oficio de periodista y de las consecuentes fugas de tinta que su uso acarreaba consigo.
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De ahí que los gauchos acostumbren llamar ‘birome’ a aquello a lo que por estas comarcas cundiboyacenses le decimos ‘esfero’, una genialidad humana que por adopción podríamos localizar como oriunda de tierras latinoamericanas, lo que demuestra que incluso desde el tercer mundo resulta posible crear y promover cosas que alteren el curso de la historia.
Así pues, de la misma forma como desestimé y sigo desestimando los pronósticos de quienes anunciaron la inminente agonía del libro hace algunas décadas, por mi sanidad mental jamás me atrevería siquiera a contemplar el arribo de aquella fecha en la que este tipo de instrumentos desaparezca. Después de todo, el solo imaginar a semejantes aliados convertidos en anacrónicos fetiches de museo, ya es motivo amplio y suficiente como para entristecerse.
Al menos para mi generación, el tránsito de la infancia a la preadolescencia se veía demarcado por ese momento cuando en el colegio, después de haber sido sometidos por años a insufribles sesiones de planas y caligrafía estampadas sobre las páginas de los llamados ‘cuadernos ferrocarril’, se nos permitía soltar el Berol Mirado número 2 y asir orgullosos, por la primera de las veces, un Kilométrico (cuando lo socialmente consentido era decir ‘Paper Mate’ y no ‘Peiper Meit’, como ahora se estila). “Kilométrico… el bolígrafo simpático, a precio milimétrico”… ¿Puede haber en el mundo una muestra más contundente de musicalidad y poesía conjugadas en un solo slogan? ¿Quién en la vida no succionó alguna vez la mina atascada de un Kilométrico, esperanzado en que esta volviera a operar con la fluidez debida, tan solo para luego llenarse las fauces de su sabia amarga?
La relación de nuestra especie con los bolígrafos es estrecha y goza de innumerables variables, según edades y condiciones sociales. Pero casi siempre hay uno a nuestro lado, más allá de opulencias, nacionalidades o carencias. Están el Mont Blanc, emblema inobjetable de status, fácil de obtener en inmediaciones de la Zona Rosa de Bogotá a diez mil pesos en su presentación profana y callejera, y a un millón doscientos en la original y de centro comercial. También el Lamy, infaltable presente de grado al que los cánones sociales de mis tiempos recomendaban marcar con el nombre del destinatario. Están los clásicos Parker y, por supuesto, los Bic Cristal, a cuya costumbre de morderlos debo las cuatro esquinas de mis incisivos centrales del maxilar inferior desportilladas.
Así, incluso tan sumidos en tantas frivolidades de nuevo cuño, seguiré empeñado en aferrarme a mis esferos, como una modalidad personal de tributo a lo poco de análogo que aún empleamos. Y lo desenfundaré orgulloso, con la dignidad rabiosa de quien se adivina en riesgo de alienación por cuenta de tablets, pantallas táctiles, smartphones y demás embelecos posmodernos. Y me obstinaré en llenar infinidad de páginas con estos, mientras brindo a la salud del señor Biro, por quien sin miramientos propongo beber una copa aguardientera de tinta en su honor.