Este sábado anduve visitando el Cementerio Central de Bogotá, lugar donde espero “vivir cuando muera”. El motivo: una invitación del colega Sergio Ocampo Madrid, quien además de buen escritor, buen periodista, buen columnista y buen docente es un buen amigo. El pretexto: un tour por los senderos, mausoleos, fosas, lápidas, galerías y laberintos de la ya casi bicentenaria necrópolis capitalina, en compañía de algunos discípulos del taller de crónica que con tanta mística él coordina.
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Así fuimos cumpliendo nuestro peregrinaje por esos habitáculos en los que muchos abonados célebres del mencionado resort mortuorio reposan su sueño eterno. Don Leo Kopp. El ‘astronómico’ Julio Garavito. Don José Asunción. Las niñas Bodmer. Mi venerado José Joaquín Ximénez (quien esta vez tuvo la descortesía de escondérsenos). Don Carlos Pizarro y… ¿por qué no, ahora que andamos de reconciliaciones?… Laureano Gómez y Gilberto Alzate Avendaño, entre otras eminencias y prohombres patrios.
En algún momento, Sergio se detuvo apesadumbrado a contemplar la sepultura de Eduardo Santos, tío-abuelo de un altísimo dignatario nacional del presente, al que si no aludo por nombre es para no incurrir en obviedades que a los bien informados insultarían. Su tumba luce ruinosa, cual si ninguno de sus parientes actuales se acomidiera a rendir tributo de respeto al legado de uno de los arquitectos del prestigio y de la fortuna que hoy gracias a él y a otros antecesores éstos siguen ostentando como grupo familiar. Lo mismo manifestó Ocampo ante las condiciones de descuido en las que yace el ex presidente Carlos Holguín Mallarino, sin que a su sobrina-bisnieta y canciller o a algún otro de sus vástagos de cuarta generación se le ocurra siquiera esparcir Sanpic, un ramo de gladiolos o un cojín de cera Mansión sobre el sepulcro.
El lunes, por vez primera en sus 180 años, el camposanto que inspira estas líneas se despertó convertido en trending topic. Y no por acontecimientos venturosos ni dignos de encomio. Entre la madrugada de aquel sábado y la mañana del domingo, alguien estampó un garabato enorme y más bien desafortunado en forma de graffiti sobre sus muros, hace poco refaccionados. Más de 51 millones de pesos procedentes de fondos públicos, un mes entero y un equipo completo de profesionales de distintas disciplinas bajo la regencia del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural se consagraron a su reparación, consistente en la remoción de residuos biológicos, limpieza y levantamiento de ladrillos y piedras, sellamiento de fisuras, resanamiento y restitución de pañetes de cal, eliminación de ralladuras, pintura y protección del ladrillo.
Twitter, en pleno, protestó. Una única pregunta flotaba: con tantas paredes disponibles para ‘intervenir’… ¿por qué ensañarse precisamente con esa… tan cargada de grandeza e historia? Pero aunque censurable y digno de castigo, lo ocurrido no aterra. Más bien pareciera predecible. Después de todo Colombia en pleno padece de una amnesia colectiva, voluntaria y endémica. Y de un descorazonamiento, una apatía histórica y un descerebramiento masivos, cuyos tentáculos dominan y adormecen sin distingos a marginales y a privilegiados, a artistas urbanos y a dignatarios, propensos por definición a pisoteos y sacrilegios. Y mientras eso suceda no habrá fuerza u organismo capaz de frenar la diseminación de nuestra indigna huella por sobre todos los muros de la deshonra que sin duda seguiremos edificando, sólo para que un día, cualquiera se anime a profanarlos.