El domingo 19 de febrero estalló un petardo en la esquina de la calle 27 con carrera quinta, a dos cuadras de la plaza de La Santamaría de Bogotá. El hecho ocurrió horas antes de la corrida de toros con la que concluyó la temporada de masacre y muerte de 36 bovinos. El petardo dejó heridas a varias personas y causó la muerte de un joven policía de 23 años. Una semana antes habían estallado dos petardos más y la Policía logró desactivar otros cuantos. En fin, un asunto serio de seguridad en la ciudad que ameritaba respuestas acordes a su gravedad y un manejo prudente de la información.
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Sin embargo, esta prudencia no se les vio a algunos líderes de opinión que, excitados con el petardo, la angustia y el terror, dispararon señalamientos insensatos, a razón de 140 caracteres por segundo, antes que cayera al suelo el último vidrio roto por el petardo atribuido, según información oficial, al Eln.
Políticos, toreros, empresarios y uno que otro periodista y medio de comunicación con corazón centrodemocrático nos acusaron del vil acto a los defensores de animales. Que el petardo estallara a dos calles de la plaza donde, horas más tarde, varios de ellos participarían del circo romano, les pareció suficiente para crear un nuevo enemigo público y, en un clic, lanzarnos a su hoguera justiciera.
En sus tuits nos graduaron de terroristas, perversos y fascistas, en un país polarizado, constantemente en alerta y brutalmente acribillado por personajes siniestros que han ostentado estos calificativos. Con frialdad, los irresponsables animaron a nuestra persecución y criminalización, sin más pruebas que su parecer. Quizás, movidos por su deseo de tener la razón y ‘demostrar’ de una buena vez que, a su juicio, la lucha por los derechos de los animales es nociva para su sociedad.
En otros países también han pretendido intimidar, acallar y encarcelar a cientos de activistas que se oponen a la construcción de oleoductos, obstaculizan buques balleneros, liberan animales de centros de experimentación o graban hechos de insoportable crueldad en mataderos. Megacorporaciones de alimentos buscan hacer ilegal fotografiar la crueldad de la que son víctimas los animales en granjas de crianza intensiva. Al final, todo es poder y rentabilidad. El orden que rabiosamente buscan guardar quienes lideran y secundan estas persecuciones requiere de la explotación animal.
Pero el señalamiento a defensores de animales en Colombia no es nuevo. En enero de 2015 lo hizo el expresidente Álvaro Uribe cuando, a través de su cuenta en Twitter, dijo que ojalá no hubiera una “coincidencia entre el espíritu antitaurino y la proclividad de impunidad al terrorismo”. Dos meses más tarde varios activistas recibimos un panfleto firmado por ‘las Águilas Negras’, donde nos tildaban de ‘comunistas’ y ‘defensores del terrorismo’, además de ‘animalistas’, como si de sinónimos se tratara. La más reciente andanada fue la del 19 de febrero, cuando los insensatos nos achacaron el petardo con su horror, sus heridos y destrozos.
Que nos tilden de terroristas no es la cuestión. Comprendemos que produzca terror una causa que, apelando a la ética, confronta nuestras relaciones de dominación con los animales y anima a la subversión de las formas tradicionales de producción y consumo. La cuestión es la persecución y el aniquilamiento que vienen aparejados a la etiqueta.
Aún esperamos que se retracten los autores materiales de los precoces e irresponsables señalamientos.