Duele desmitificar. En 2011 me sentía listo para protagonizar yo mismo El secreto de sus ojos. La cita era en el estadio Tomás Ducó y la suerte, además, quiso que me tocara el mismo partido que aparece en la película: el local frente a Racing. Cuando iba recorriendo sus corredores sentía náuseas: lámparas de araña pero sin bombillos, pisos con tubos de PVC salidos, paredes descascaradas y unos cuantos meando en un muro. ¿Por qué no entran al baño? Al finalizar el juego entré y les di razón a los que preferían pintar las paredes con cálidas micciones: al ingresar no existían los inodoros pero sí largas colecciones de excrementos de diferentes tamaños, texturas y olores regados en el suelo.
PUBLICIDAD
No es bueno dejar caer la casa propia, aunque a veces suene a que la frase es una perogrullada: ¿quién va a querer vivir en una pocilga herrumbrosa, en un armazón vetusto y lleno de escombros? A veces parece que nosotros mismos nos quisiéramos acostumbrar a esas miserias.
Los estadios que no tuvieron Mundial Sub-20 (quiero ser generoso y olvidar que a varios de los que fueron sede de ese Mundial también hay que meterles mano) están a punto de la ruina o envueltos en un yin-yang arquitectónico en el que el bien y el mal conviven en densa y desajustada armonía. Ibagué, por ejemplo, que decidió meterle mano a un Manuel Murillo Toro que llevaba pidiendo a gritos una mirada: hay que decir que el campo está bien y las tribunas se ven alegres ante las obras y la pintura. Lo malo es que solamente se puede ver de día el coloso arquitectónico porque sus torres de iluminación son cuatro velas que parecen vigilar un ataúd en una oscura funeraria. Y ya no hay plata para cambiarlas aunque llevan cuatro décadas prestando el servicio: fútbol del año 2017 envuelto en la luz vintage de 1977.
En Neiva no hay manera de parar de vomitar: obras carísimas –de acuerdo con la Contraloría fueron 23.000 millones que no sirvieron para nada– y que no curaron el mal estructural de fondo. Y asquea en mayúsculas porque por cuenta de estas pillerías cuatro obreros fallecieron en el momento en que colapsó la estructura con precio de oro y resistencia de balso. Tuluá no tiene cancha, ni pasto, ni iluminación y por eso a su equipo le tocó el destierro donde nadie lo acompaña: en el pasado Tuluá-Patriotas ingresaron 314 mártires a ver el bodrio que se debió disputar en el 12 de Octubre. Y como si fuera poco, en el estadio Jaraguay de Córdoba se anunció con bombos y platillos, en marzo del año pasado, la construcción de la tribuna de oriental de una cancha que en televisión se veía rodeada de Toyotas polarizadas, cabezas de pardo suizo y cebú y polisombra. Se le invirtieron –dicen los reportes– 8000 millones de pesos que terminaron en la basura porque parte de las graderías también se vinieron abajo en noviembre. Y mejor ni mirar sus camerinos: Fabián Vargas bien mostró tan paupérrimo escenario en su Instagram. Podemos seguir: Santa Marta ni en las curvas; Tunja, que se preciaba de tener un campo de golf, hoy es un peladero preocupante…
Y no hay nadie que se haga responsable. Eso es lo único que no me extraña.