Sí, legalmente, «Popeye» no debe nada. También es un «Youtuber» reconocido por aquellos ignorantes que no vivieron el horror de las épocas de su ex jefe, Pablo Escobar. Se dice a sí mismo «Defensor de los Derechos Humanos», pero a diferencia de Sebastián Marroquín, -que ha tratado de cierta manera de exorcizar su pasado con su padre a través de libros, disculpas públicas y pacifismo-, este sigue comportándose erráticamente: inolvidables, e igualmente indignantes, son los episodios en los que amenazó a una mujer que le gritó «asesino» en Medellín o cuando disparó al aire, sabiendo que en esa ciudad es ilegal portar armas.
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No, Popeye no ha cambiado. Como tampoco las fórmulas de la televisión colombiana, que insisten una y otra vez en hacernos volver al pasado. Por lo menos en «Escobar, el patrón del mal», veíamos un claro homenaje hacia cada una de las víctimas del monstruo que aún nos estigmatiza en todo el mundo. Vimos el dolor por las víctimas del avión de Avianca, vimos el dolor por Guillermo Cano, Rodrigo Lara Bonilla y Luis Carlos Galán. El narcotraficante quedó retratado como lo que era, un monstruo que acabó con la gente brillante y decidida que quiso parar su estela de horror.
Pero «Escobar» fue una excepción a la regla de un puñado de series donde se ensalzó hasta más no poder, toda la década pasada, la vida del narco. «Lo cool» que era ser narco. Sus mujeres, sus autos, cómo burlaban la ley. Y ese modelo se exportó en todo lado. Tanto llegó a impactar, que en más de un país latinoamericano, a los colombianos no les preguntan solo por la coca, sino que les dicen: «Yo aprendí ‘colombiano’ por ‘El cartel de los sapos’/ ‘Rosario Tijeras’ y si todos hablan así, es genial».
Qué manera de referenciarnos.
Más de lo mismo
Ahora bien, más allá de la imagen: ¿No hemos tenido bastante? ¿No hemos tenido suficiente? Desde ese «boom», Hollywood ha hecho múltiples películas de Pablo Escobar. Netflix hizo su propia serie. «El señor de los cielos» ahora es la nueva «narco-producción», para seguir alimentando esa fascinación con un mundo que ha dejado miles de muertos de acá hasta el Río Bravo (y particularmente detrás del Río Bravo).
Uno donde las víctimas son invisibles y luchan contra la impunidad y contra la contrariedad de ver ensalzados a sus victimarios en camisetas y como personajes de la cultura pop. Como «Youtubers» estrellas y ahora en televisión. Cierto: debemos contar nuestra propia historia. ¿Pero es necesario siempre ahondar en algo que ya hemos explotado hasta la saciedad y que no, no hemos exorcizado porque no tenemos la distancia histórica para hacerlo? ¿Por qué no contamos la historia de Débora Arango, o María Cano, «La Flor del Trabajo»? ¿O adaptamos historias de la literatura colombiana? ¿Por qué una y otra vez debemos ahondar en la ficción para hacer «espectacular» un pasado que no hemos terminado de asimilar? Y no, un documental sobre las víctimas de «Popeye», no cuenta.
La televisión colombiana sigue no solo dejándonos en un sopor más profundo, sino haciéndonos volver a las mismas discusiones que no hemos terminado de resolver, pero que ellos zanjan con fórmulas fáciles. Caduca, rellena, vacía. Tanto como el discurso que soporta una serie sobre alguien que sigue tan campante en las calles de Medellín y que, como se ve, aún tiene la potestad de hacer lo que le venga en gana.