Son intolerantes, poco aptos al examen y a la autocrítica, ajenos a la necesidad de cuestionamiento natural, alejados de los grises porque básicamente sus mentes no conciben esa tonalidad, generalmente escriben en mayúscula sostenida y con vestigios de que la ortografía no fue algo que los preocupó en tiempos escolares, carecen de una adecuada comprensión de lectura y sienten que aquel al que defienden, más que un ser humano, es un Dios. Alguien que por misterio de fe jamás podrá ser cuestionado.
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Son los beliebers. Gran definición esa, que surgió a partir de la idolatría que generaba Justin Bieber entre las adolescentes. Ay de que usted le dijera a una jovencita que Bieber musicalmente tenía más grietas que virtudes: el riesgo era salir lapidado a punta de cocotazos porque para ellas no había nada más frente a sus ojos que el buen Justin, el que canta, grafitea y mea en las paredes. Pero el sufijo sobrevivió y los liebers pueden entrar en cualquier categoría ya que, lógico, cualquiera, en estos tiempos, puede transformarse en ídolo.
Ojo, que no solamente pasa en el deporte: pasa en cualquier actividad humana. Basta echarle un vistazo a la política para comprender un poco de qué se trata ser un lieber. Basta ver una discusión entre corrientes diferentes para que alguno –o los dos– caiga en argumentos vacíos que culminan en insultos ante la incapacidad de poder defender de manera adecuada a su tótem de barro.
A veces consiguen hacer que, por su extremo fanatismo, el personaje al que defienden termine siendo un profundo generador de antipatía sin que el mismo personaje se lo haya propuesto, se haya dado por enterado o haya hecho algo para generar eso. No, sus forofos hacen que uno termine por no soportar al hombre que concita tantas reacciones.
Lo vemos a diario: si alguien en el país cuestiona a Uribe, salta una nube de abejorros dispuestos a picar con su aguijón; si algún pedestre se atreve a disentir de las decisiones de Peñalosa, desde alguna tribuna arrojan bolardos dispuestos a quebrar la cabeza del que piense distinto; si el asunto a tratar es la paz, mejor ni hablar porque lo único que no existe en esas conversaciones es precisamente eso: paz.
En el fútbol ocurre algo curioso entre la gente que le gusta saber cosas raras, datos de esos que divierten o que sorprenden. Cualquier periodista que se le ocurre decir cualquier dato pendejo puede ser sometido al escarnio, más allá de que el dato –sin que sea la cura contra el cáncer, estamos hablando de nimiedades– sea de su pecunio por haber hilado una serie de hechos ocurridos con anterioridad. Los dolientes de Mr. Chip gritan al unísono que no, que el generador de ese dato al no ser Alexis-Martín Tamayo no es más que un copietas panderetas y un vulgar plagiador, ya que la verdad proclamada está solamente en sus trinos.
Nunca un gris. Nunca una presunción de inocencia. Todo blanco y negro. Como si el mundo fuera solamente de esos colores.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.