Senectud

Por: Nicolás Samper C. / @udsnoexisten

Después de cierta edad la fecha de cumpleaños pasa de ser un día de alegría que parece detenerse en el tiempo a convertirse en una especie de cuenta regresiva, en un segundero que nunca camina hacia adelante sino que, como los de las bombas activadas a control remoto, llegará un día al límite que, en la práctica, es esa jornada en la que no nos vamos a levantar nunca más.

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Y el camino de la vejez nos pone frente al espejo en medio de nuestra propia destrucción y de la de los demás, porque el tiempo y su trabajo corrosivo hace su parte. Cada quien está ubicado en una especie de carril de natación y la vida es trasladarse por ese canal. Lo malo es que cada vez que sacamos la cabeza del agua para tomar aire, vemos cómo los demás que ocupan otras franjas están tan o más desportillados que nosotros mismos. Y obvio, los que van a nuestro lado también lo mirarán a uno con la lástima de quien ve cómo una casa empieza a caerse por el paso de los años.

Justo por cuenta de ese proceso de degradación, uno tiene más conmiseración con los que avanzan este camino por pisos más altos. Porque en la niñez y en la adolescencia ese rasero era muy diferente: cuando uno tenía 15 años, una persona de 36 años, por utilizar un ejemplo promedio de edad, parecía ser un venerable anciano que los fines de semana usaba chaqueta de gamuza con pines en la solapa en forma de diapasón o tiple. Hoy, cuando se bordean peligrosamente los 40, se extraña haber tenido 36.

Cuando yo tenía 13 años, Thomas N’Kono, el mítico arquero de Camerún, tenía 36. Me parecía muy viejo para ese tiempo porque desde niño supe de su presencia: al tener seis años, alguien habló de él durante el Mundial de España, cuando ostentaba 28, joven en la vida real, pero en la mente de un niño 28 años era ser tan senil como el señor Drummond, el padre de Arnold en Blanco y negro.

Y decía que uno se muestra más comprensivo con las edades adultas porque sabe que se está aproximando a ellas. Por eso cuando algún amigo cercano a nuestras familias muere, la primera pregunta está apuntada a saber su edad: la respuesta casi siempre es 75 y que alguien de 75 muera parece absurdo. ¡Estaba muy joven!

Estos pensamientos emos –y pues es complejo que yo logre ser emo ante semejante calvicie que me invadió hace años– me llegaron en los últimos días por culpa del maestro Óscar Tabárez, el mismo que, lleno de vitalidad, dirigió el Peñarol que le sacó al América la Libertadores del 87 y que anduvo por Colombia a los tumbos con el Deportivo Cali. Hoy, con 69 años, está con bastón y carrito para dirigir las prácticas porque el Guillain-Barré lo está cercando cobardemente. Estos pensamientos me llegaron también porque Alejandro Giuntini, un muy buen defensa que tuvo Boca cuando quedó campeón en 1992, se murió de leucemia a los 49 años. Y cuando vi las fotos de César Menotti en su entrevista al diario La Nación también me aterré.

Decidí entonces seguir la vida nadando por mi canal, pero prometí no sacar la cabeza del agua con tanta frecuencia.

*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.

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