Cuando sintió el balonazo en la cara, supo que algo no estaba bien. Es que su vocación era la de atajar y había nacido para eso, para detenerse ahí, sobre la línea de cal, y enfrentar en soledad al que quisiera fusilarlo y aguantar siempre. Y tenía mucha experiencia en esto de arriesgar el cuerpo en cada salida, mientras que el alma esperaba tranquila al lado de la toalla para secar los guantes y, claro, para desviar con un soplido alguna pelota rebelde que se quisiera colar.
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Por eso, después de que el balón le diera de lleno, se levantó y supo que algo estaba pasando. La visión no era la misma y no parecía corregirse aquella molestia. Se lo llevaron para donde los médicos y el diagnóstico no resultó alentador: la retina se había desprendido por cuenta de ese taponazo disparado con la sana ira del gol. Su afán por evitar ver su arco abajo le dejó una mala noticia médica a Jefferson: era necesaria una inmediata intervención quirúrgica.
No solamente necesitó una; al final debió ingresar a la sala de operaciones tres veces. Cuando lo prepararon para su tercera vez entró a la sala de operaciones justo con ese recuerdo extraño de sentir que hasta hace poco todo lo que estaba a su alrededor rebosaba de nitidez. Antes de que la anestesia surtiera efecto, su visión estaba muy minada. Todo estaba incrustado en nebulosa.
Cuando despertó se dio cuenta de que había que empezar de nuevo. Estaba ciego.
Pero los recuerdos de lo visto y de lo vivido antes de ese accidente extraño resultaron reconfortantes porque eran su manera de seguir asido a la realidad. Y futbolero como es, siguió su recorrido, claro, adaptándose a nuevas condiciones, pero sin olvidar las imágenes estampadas en su cabeza de un juego de fútbol. Por eso cuando oye radio y los relatores tratan de identificar lo que ocurre, él va armando el juego en su cabeza y la descripción del que está en el micrófono le ayuda a reconstruir cada pase, cada falta artera o cada balón que decide doblarle el guante al portero y anidarse en el ángulo y claro, él mismo, a partir de sus evocaciones propias, crea la pintura en su mente.
Conocí el martes a Jefferson. Nos acompañó a Antonio Casale, a Martín de Francisco, a Guillermo Arango, a Cristian Mejía, a Felipe Palacios, a Diego Bernal y a mí en la transmisión del partido Atlético Madrid-Bayern Múnich en La Fm. Quería saber cómo era ese asunto de estar al aire y cuando Casale, como conductor de la transmisión, le puso la pelota radial en sus pies, también supo hacer sus goles.
Porque ahora es goleador. Me dijo que el arco ya no es lo suyo, aunque paradójicamente lo extraña, y hoy es el 9 titular de un equipo integrado por invidentes.
Más allá de lo que le tocó vivir a los 19 años –hoy tiene 21–, no le guarda rencor al fútbol. De hecho, el fútbol es su motor, su pasión y el sendero que lo conduce a poder definir con más brillo los colores del mundo y también los del alma.
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