Opinión

Tropicalia

Por: Andrés Ospina. Escritor y realizador de radio/ @elblogotazo

¿Por qué en Colombia el trópico opacará lo restante, cual si su presencia abarcadora borrara Andes, Llanos, Amazonía y Orinoquía de una sacudida? ¿Será porque las tangas venden más que las ruanas y las babillas que las llamas? ¿Se deberá a que la negra Soledad supera en simpatía a Cuchipe y el acordeón al arpa llanera? ¿Acaso entre Don Jediondo y el Hombre Caimán estamos predispuestos al segundo? ¿Existirán causas justificables para que Cachipay no sea cántico de hinchas y Loquito por ti sí? ¿Mejor ‘voleyplaya’ que tejo?

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Para muchos ‘prejuzgadores’ extranjeros –cuando no nos confunden con cierto sello disquero, con un estado norteamericano, con alguna república africana o con una fábrica de alcaloides– esta es tierra de palmeras y Hawaiian Tropic. Dicho estereotipo puede deberse al imaginario construido por corporaciones turísticas, entidades incompetentes y figuras tipo Sofía Vergara o Shakira Mebarak… También a urbanizadores detrás de exabruptos estilo Atlantis Plaza y al tal festival veraniego bogotano, con playas artificiales en predios muiscas.

Difícil olvidar aquellos descoloridos afiches que en los ochenta alentaban el turismo mediante arreglos frutales rebosantes de cocos, chirimoyas, chontaduros, piñas, sandías y plátanos, “playas blancas de arena caliente” y chivas surcando municipalidades caribeñas. Lo anterior enorgullece, pero a la vez expone un encuadre parcial, amparado en el manoseado concepto del ‘sabor latino’ y acaso avergonzado de lo melancólico y no-festivo.

De entonces aún nos quedan rezagos, representados en chancleteros nórdicos desinformados de esqueletos, pavoneando sus blancuras por Pasto, Manizales, Tunja o Bogotá, cual si surcaran el causeway panameño o Coconut Grove y no Las Lajas, el Parque de los Nevados, la Calle de la Pulmonía o Monserrate. Consecuencias de portar una nacionalidad delimitada a la fuerza, sin propósito distinto al de unificar un latifundio disímil, rotularlo y tener a quién gobernar. El asunto rebasa lo vacacional y roza, para citar un solo ámbito más, el musical, pues de rebote los aires atlánticos y pacíficos relegaron rajaleñas, bundes, galerones y demás.

Mal estaría no celebrar la visibilidad de la que las marimbas de chonta, antes sumidas en tan triste penumbra, han sido reciente objeto. Difícil olvidar los tiempos monopolísticos cuando televisión y radio empleaban casi en exclusiva torbellinos, carrangas y sanjuaneros como ambientación durante intermedios. Quizá para solventar tamaña descompensación, los estamentos responsables comenzaron a conferir la debida relevancia a lo que hasta entonces parecía marginal, y a arrinconar lo antes hegemónico. Y la ley se invirtió.

Así bambucos, pasillos y guabinas cedieron su espacio a cumbias, merengues y porros, aunque se tratara de compartirlo. Y bandolas y tiples canjearon trono con cajas y acordeones, en lugar de cogobernar. De ahí que en San Andrés, Villavicencio y Cali reggaes, joropos y salsas hayan legado mucha de su soberanía al vallenato. Lo anterior suscita interrogantes sobre esta suma de heterogeneidades que aún hoy, con dos centurias republicanas a cuestas, parecieran irreconciliables, por más cátedras de ‘colombianidad’, campañas nacionalistas o emisiones de Embajadores de la música colombiana desde el Pantano de Vargas soportadas en años formativos. Otra prueba de que el repertorio cultural de una nación no se construye con gritos independentistas, simposios folclóricos, decretos, ni patrioterismos… tan emotivos como infundados y de que en este, como en muchos otros aspectos, aún nos restan siglos para merecer el título de país.

*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.

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