Opinión

Aquellos colegios

Por: Andrés Ospina. Escritor y realizador de radio/ @elblogotazo

Corría 1994. Grunge. Mundial norteamericano. MTV Latino. Contiendas pastrano-samperistas. Este diciembre serán dos décadas desde cuando me hice bachiller. Toda una proeza… con tantos cursos remediales, años reprobados, observadores, memorandos y demás testimonios indecorosos consignados en mi expediente académico-disciplinario.

Lo anterior sumado a sospechas de discapacidades cognitivas, lecciones privadas de matemáticas, química, física, álgebra, trigonometría y cálculo, psicoterapias, habilitaciones, agresiones contra la infraestructura física de los planteles, expulsiones y matrículas condicionales cuya omnipresencia marcaron mi juventud.

Difícil no comparar. Mi generación no conoció tanta antesala al martirio. Kínder y transición. Después ¡a ‘colegio grande’! No a ‘primero de primaria’. ¡A ‘primero elemental’! Con ‘sala-cuna’, Montessori, pre-párvulos, pre-kínder y demás instancias, la condena se ha extendido innecesariamente. De bienvenida nos entregaban una abominable agenda-bitácora de pasta amarillosa marcada como ‘Lecciones y tareas’. ‘Control’, la llamábamos.

Nuestro debut en el fraude era cándido. Nos copiábamos en forma análoga. Si plagiábamos trabajos lo hacíamos por manos propias o por las de la secretaria de algún progenitor, en su máquina de escribir eléctrica o ‘análoga’ –palabra que por entonces poco usábamos– y no mediante el copy-paste de hogaño.

A falta de imprecisiones ‘wikipedísticas’ consultábamos enciclopedias adquiridas a crédito por nuestros esforzados padres gracias a los oficios de algún agente Salvat, Larousse o Lexis 22. Las ‘previas’ olían a mimeógrafo y alcohol, con su característica tinta violeta stencil. Sin ‘dispositivos móviles’ los comprimidos se elaboraban ‘en físico’. Multiplicábamos con Enrique y Ana. Sin buenastareas.com, teníamos la Guía del buen estudiante vago por texto sagrado. Nuestra investidura de ‘vigías de la salud’ se reducía a vacunas orales.

No conocimos chats ni redes. Tales carencias –que no lo parecían– terminaban suplidas por papeles que sobrevolaban las aulas mientras el profesor escribía, con tiza y en tablero verde. O por ‘chismógrafos’, con mensajes cifrados como ‘T.Q.M.’ y Never change.

Y ya que andamos angloparlantes… ¿Alguno soportó a condiscípulos expulsados de colegio bilingüe con la muletilla de miss, en alusión a maestras? Tal afán extranjerizante favoreció microempresas de chaquetas para prom, ‘noventerismo’ entonces acuñado. En sentido similar, las excursiones de graduandos clase-media a San Andrés –financiadas mediante el ‘Plan 25’ de Sam– abandonaron los soberanos predios patrios en pos de Puntas Canas e Islas Margaritas.

Tampoco existían informes en línea, Instagrams de convivencias o redes para trabajo grupal. Los computadores constituían exotismos televisivos estilo Juegos de guerra, Riptide o Automan. Si los maniobrábamos, en clase de ‘sistemas’, era para practicar Logo, programa de lo más elemental con el que una tortuguita ‘pixelada’ trazaba figuras geométricas. O para fantasear –cual Matthew Broderick– con la alteración de calificaciones a distancia, que entonces no eran ‘logros’ ni ‘competencias’.

Hoy el mundo luce cambiado. Las ‘montadas’ son ‘matoneos’ (de las dos expresiones, menos detestable la primera). Los ‘nerdos’, ‘ñoños’. Contradanzas, currulaos y mapalés en actos culturales cambiaron a champetas, mientras que monitores de ruta, ‘calvazos’, decomisos y maestros ‘indocentes’ –eso me han dicho– siguen incólumes.

Con todo y eso, aún me deslumbra la apariencia romántica del retrovisor, a medida que segundos y calendarios se escapan. Intento visualizarme hace 20, cuando no era más que otro “de los de Once”, y me pregunto si el destino hizo bien al situarnos en un siglo que nos sabe a destierro.

 *Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.

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