Sabana

Por: Andrés Ospina, escritor y realizador de radio/ @elblogotazo.

Metida entre la cordillera oriental se levanta nuestra pobre sabana bogotana, triste evidencia de cuán obstinados somos —si de destruir se trata— y ejemplo incomparable de vida resistiéndose a perecer.

Tan habitual como pareciera, es ella la más extensa altiplanicie de los Andes colombianos, toda pintada con retazos verdes, violáceos y azulados. Dicen los expertos que la palabra ‘sabana’ no se le acomoda, dadas sus temperaturas bajas y frecuentes lluvias. Contradicción del concepto, científicamente hablando. Desértica en Soacha y acuosa en Chía.

En derredor hay ciénagas y labrantíos sembrados de coles y tubérculos. Flores en Facatativá. Papas sabaneras a granel. Aromática yerbabuena. Guascas para ajiaco vegetariano. Medicinal caléndula.

La atraviesa un pétreo manto de concreto tendido por manos depredadoras. Chimeneas le tosen en la trastienda. Instalaciones fabriles escupen a su río Bogotá cuanto químico les estorba. Mercurio, plomo, zinc, arsénico, cromo y cadmio. Cóctel infecto. Contaminación democrática. Enriquecimiento parcializado. Altiplano invadido.

Le crecen frailejones, chusque y bromelias. Flores que abrevan en las cumbres. La mira un sol que se asoma desde Cruz Verde —vía Choachí y Fómeque— para obligarla a despertarse. ¡Campesinos aran! ¡Pastores apacientan!

Bajo su epidermis hay cementerios indígenas y entierros milenarios. Techos avejentados y casas de bareque contrastan con esperpentos posmodernos de ladrillo y techumbres de zinc o asbesto. La recorre un ferrocarril de juguete que lleva su nombre. La decoran —como joyas misteriosas— las vecinas y mal denominadas piedras del Tunjo, gran cercado de los zipas, con pictogramas milenarios. Hay en esta canteras, caleras y bosques por donde anduvieron Mutis, Humboldt y Caldas.

A saltos abanican su suelo copetones, colibrís, gallinazos recicladores, reptiles, anfibios, mamíferos y avecillas de monte. Le caen vientos que descienden desde el este. La circuyen las aguas de innumerables riachuelos y quebradas… San Bruno. Las Delicias. Río Arzobispo. Río Negro. Fúquene. Páramos de Cruz Verde, Choachí y Guacheneque. Guatavita (balneario de príncipes). Ríos Salitre. Fucha y Tunjuelo.

Bochica resguarda su Salto de Tequendama, construido por él al quebrar una roca con su vara salvadora, diezmado por El Charquito y las curtiembres. Imaginemos al adelantado Jiménez de Quesada, tras haber atravesado el tal Nuevo Reino, desde el Atlántico, esquivando alacranes, serpientes y zancudos palúdicos, para tropezarse con ese oasis que son sus tierras frías y buenas. Valle de los Alcázares, las llamó.

Por todos los flancos, humedales le lavan tanta culpa: Jaboque. Santa María del Lago. La Conejera. El Burro. Tibabuyes. Desde oriente la miran los cerros El Tablazo, Juaica y Manjuí, al que conocemos quienes recordamos la antena microondas de Inravisión.

Impávidos la observan Monserrate, Guadalupe y Sumapaz. En derredor, caseríos se hicieron vecindarios… Subachoque, Facatativá, Cota, Cajicá, Zipaquirá, Cogua, Nemocón, Choachí, Fómeque. Emporios de sal y esmeraldas. Esta sabana exhala bocanadas gélidas contra todos nuestros esfuerzos— espiritualmente refrescantes. Constructores rapaces amenazan su bosque, que a veces se incendia sin razón. Tras haber desangrado la urbe ahora van por La Calera y municipios aledaños.

Un año más agoniza en nuestros brazos. Otro nuevo capítulo se suma a este inventario de destrozos. El campo —como los calendarios— también se deshoja. Que sea esta una excusa para reavivar el jardín de nuestra vetusta casa. Nos leemos el 31 próximo.

Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.

Por: Andrés Ospina, escritor y realizador de radio/ @elblogotazo.

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