Gamines

Por: Andrés Ospina, escritor y realizador de radio/ @elblogotazo.

Considero inadmisible hacer exaltación romántica de miserias ajenas, aunque las propias me diviertan. En cualquier caso –pese al dolor encerrado en el concepto, y mientras alterno esperanza con melancolía al verles desaparecer– los recuerdo.

Llamábamos ‘gamines’ a aquellos habitantes de la calle, menos que adolescentes, limpiadores de vidrios panorámicos y reducidores de parabrisas o ‘pasacintas’ automotores, fervientes inhaladores de pegamentos a base de cloropreno y tolueno. Y por lo anterior –es fácil deducirlo– hijos y víctimas naturales de este sistema ignominioso.

El término venía del francés gamin. Su acepción frecuente –alusiva a un jovencito gracioso y pícaro– fue originalmente empleada con pequeños aprendices de obreros. Bogotá tuvo unos célebres, y no todos eran ladrones… Recordemos a Cusumbo, gamín benefactor interpretado por David Ospina, sin registro filmográfico, gracias a los antipatrimoniales cerebros de la entonces programadora RCN. No almacenaron un capítulo. Milipico, rebuscador de ‘La posada’, encarnado por el ahora escritor Larry Guillermo Mejía. Copetín –bañista del puerco estanque de la Rebeca–. Su gallada: Carecaucho, Bombardina, Pepaeguama, Pesadilla, Querubina y Cala Vera, entre otros. Incluso –durante los ochenta del siglo XX– el pintor Ómar Gordillo colmó consultorios odontológicos y porterías con reproducciones litográficas de su serie al carbón sobre gamincitos.

Nos quedaron descarnados testimonios en el largometraje documental ‘Gamín’, de Ciro Durán, del que se intentó hacer secuela, hará 10 años, para registrar el presente treintañero de quienes protagonizaron la cinta en 1978. Quizá no pudieron encontrarlos.

Hasta los noventa era común verlos en grupo, trajinando esquinas: andrajosos; llenos de tierra; pelos enmarañados y zapatos ruinosos –cuando los llevaban–; esparciendo donairosos aquellos humores propios de quienes no tocan agua; recubiertos de periódico, combatiendo las fulminantes ventiscas que en la madrugada nos bajan desde el cerro hasta la Décima; cuidando automóviles, si estaban ‘en la buena’; inflando burbujas verdosas por sus fosas nasales; haciendo a las damas desconfiadas cambiar de andén; devorando un algodón de azúcar, una manzana caramelizada o un helado que alguien hastiado desechaba; o alimentando a su mascota, un perro agradecido con el que canjeaban pulgas. Un gamín sin secuaces, compañeros de limosnas y jornadas grupales de sueño no correspondía a nuestro imaginario.

En principio ser llamado así deshonraba. Si faltabas a la etiqueta te espetaban un descalificador: “¡mucho gamín!”. Pero su capacidad para sortear adversidades con destreza motivó expresiones como “es un gamín”, alusión a alguien avezado y sin miramientos al ejecutar una tarea. El mejor del equipo era “un gamín para jugar”. El guitarrista líder de tu banda favorita de metal era “un gamín para tocar”. Quien fuese certero en sus lances tenía “puntería de gamín”.

Los gamines fueron reemplazados por hijos de desplazados y pordioseros junior –eslabones finales de organizaciones dedicadas a su explotación profesional–. No menos aberrante, pero distinto. La miseria evoluciona.

Me pregunto a dónde se fueron. Tal vez las estrategias de ‘reinserción’ –expresión absurda– favorecieron la disminución poblacional de niños desposeídos. No por limpieza social –que es lo que führer y ultraderecha defienden– sino por políticas eficaces en torno a ellos, los más desvalidos de entre los muchos desvalidos que genera este entorno depredador. Sueño con que así sea.
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“En principio ser llamado así deshonraba. Si faltabas a la etiqueta te espetaban un descalificador: ‘¡mucho gamín!’. Pero su capacidad para sortear adversidades con destreza motivó expresiones como ‘es un gamín’, alusión a alguien avezado y sin miramientos al ejecutar una tarea. El mejor del equipo era ‘un gamín para jugar’”.

Por: Andrés Ospina, escritor y realizador de radio/ @elblogotazo.

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