Bandido, gordo, bruto, etc.

POR: CHILANGO PAEZ / @CHILANGONORREA

Quince mil pesos por una cerveza. Eso da algo más de ocho dólares. La carta no pertenece a algún bar farandulero de Manhattan, se trata de Mailiroldarling en Chapinero. La excusa del precio es que la cerveza es belga y tiene 8 grados de alcohol. Igual, con ese dinero uno puede comprar una caja de doce nacionales y tomar en la casa, sin tener que gritar para poder hablar. Porque además del costo, aquí la música suena a todo volumen y no hay ni siquiera una pista de baile: esto es un bar, no una discoteca. No pedí nada y caminé dos cuadras hasta otro lado, que simplemente tiene un aviso que dice “Rock”, cinco veces más barato y con música mil veces mejor.

Ya se sabe que vender cerveza no es el mejor negocio, pero lo que valen los cocteles en estas nuevas tabernas bogotanas también es ridículo, la comida es carísima y los platos, pequeños, y todos los comensales se sienten como en un bar farandulero de West Hollywood. La diferencia radica en que aquí no hay famosos –a lo sumo modelos que estudian actuación y publicistas que se visten como estrellas de rock–, se pagan tragos más caros que en California, las requisas en la entrada dejan la sensación de que en Colombia todos somos criminales en potencia y a la salida uno corre el riesgo de caerse en una alcantarilla abierta.

De un momento a otro, Bogotá se volvió más costosa que Nueva York. Con nombres risibles como Zona G –que uno creería que es de Guácala pero significa Gourmet– y sitios que parecen burlarse de los clientes –Bandido, Gordo y Bruto, por ejemplo– se puso de moda gastarse un montón de plata en espacios que pretenden tener mucha clase pero que únicamente demuestran el arribismo de los colombianos. Si uno se quiere tomar un aguardiente, no puede porque aquí solo venden ginebra. Cuando hay empanadas, valen diez veces más que en un puesto callejero aunque tengan los mismos ingredientes y el ají no pique. Y el servicio suele estar incluido, así sea pésimo.

Como dice una amiga, “los traquetos ganaron”: esa cultura del derroche y el exhibicionismo se apoderó del país. Nos creímos el cuento de que si pagamos más somos mejores. Lo que antes nos parecía lobo, ahora se gana todo el despliegue en la sección de moda de las revistas aspiracionales. No son solo los bares y los restaurantes impagables, son también los arriendos y los impuestos en una capital que no tiene infraestructura ni un sistema decente de transporte público ni, al menos, un poquito de urbanismo. Los barrios clásicos de los cachacos se convirtieron en moles gigantes de ladrillo sin nuevas vías de acceso. Buena parte de las casas que sobreviven fueron deformadas sin escrúpulos para convertirse en estos locales pretensiosos donde ni siquiera existen estacionamientos.

Pero al final de la noche lo importante es decir que todo estuvo muy “cool”.

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