La gente cree que los lugares comunes son inofensivos, se los toma como una consecuencia nada más, muchas veces de la mediocridad de algún hombre de medios o la de muchos al tiempo. Son comunes, por eso no hay que mirarlos mucho para saber que están ahí. Cada vez que nos vemos sin saber qué decir, están ahí para sacarnos de aprietos, en ellos basamos todo lo que decimos y hacemos, porque los lugares comunes son buenos puntos de partida.
De alguna manera son necesarios, porque se sitúan en la estructura de lo que creemos, la forma en que entendemos el mundo. Dijo Hitchcock alguna vez que la idea es partir del cliché, no llegar a él. Ese principio debe aplicarse en la vida tanto como en la producción creativa. Es decir, a medida que crecemos deberíamos buscar desaprender los estereotipos, clichés y en general, las fórmulas prefabricadas que nos enseñan.
De esa manera descubrimos con el tiempo que los mitos fundacionales son solo mitos, que cumplen su papel, pero no son necesaria ni exactamente ciertos. Aprendemos también que todo lo que dice la publicidad es una mentira terrible, si además de lo factual partimos del principio de que es un negocio y una disciplina diseñada para vendernos productos. Aprendemos que la vida está llena de matices y de posibilidades, que nada es normal, ni puro y así vamos creando una nueva realidad, más compleja. De paso, empezamos a entender la realidad como una concepción susceptible de cambiar, puesto que lo hace ante nuestros ojos.
Dentro de este esquema, los lugares comunes son simplemente la primera parte, la base del mapa. Sin embargo, desde hace tiempo venimos sometidos a una lluvia permanente de clichés. Un laberinto sin salida en el que todo es el modelo prefabricado de otra cosa, que normalmente desconocemos. Los medios de comunicación, la industria de la música, las películas y la literatura están plagadas de estereotipos mediocres que lo único que hacen es construir a nuestro alrededor un mundo lejano a la realidad. El problema es que todo el tiempo, en todos lados, estamos siendo expuestos a esta andanada de desinformación.
Pasa con los pobres, a los que la televisión retrata malhablados, siempre sorprendidos, vestidos con ropa corta como si siempre tuvieran calor y de colores brillantes, viviendo en casas de colores tan chillones como los de su ropa, rodeados de imágenes religiosas, pero siempre buenos y nobles, cercanos a ideas conservadoras. Los ricos salen mejor librados, pese a su antipatía y cinismo. En las regiones hay unos modelos marcados, que empezaron pareciéndoles simpáticos a todos pero al final se tornaron antipáticos y reduccionistas. Para ilustrar este punto basta con pasear por los canales nacionales y ver “Pobres Rico” o “¿Dónde carajos está Umaña?”. Antes estaban “Chepe Fortuna” y “Germán es el man” y así desde hace mucho tiempo.
Una vez más creemos que esto se debe a una forma de hacer las cosas que tienen los medios, pero si nos fijamos mejor, veremos que en este país los negros tienen que vestirse como los blancos esperan que lo hagan: o ataviados con la ropa tradicional de sus años de opresión, para hacer de ellos parte de atracciones “pedagógicas” y exposiciones sobre la vida de San Pedro Claver, o llenos de accesorios cool que los acerquen a la idea glorificada de que lo único que tienen que ofrecer es su sabor y su buena energía. Para las poblaciones olvidadas es la única forma de mostrarse al mundo, y termina por convertirse en un círculo vicioso de la calidosidad turística, de la cual nuestra música fusión a veces se convierte en un triste muestrario.
Por culpa de los lugares comunes el amor se ha convertido en una serie de fórmulas estúpidas que los gringos siguen como guía para llevar a cabo su modelo puritano de apareamiento. Lejos quedó la idea de buscar ante todo a gente a la que se respete y más lejos aún la idea de que cualquier cosa puede pasar, porque somos demasiados como para creer por completo en las probabilidades. Ahora nos dedicamos a confrontar nuestras propias historias con las comedias románticas, y sin quererlo estamos esperando a que llegue the one, ese ser perfectamente adecuado para nosotros con el que algún día habremos de casarnos y tener una casa en los suburbios, que son como algunas partes de Cedritos, pero sin atracadores ni metaleros.
Cuando no estaban ahí la televisión por cable ni las películas románticas estadounidenses, estábamos pegados del modelo Televisa, según la cual uno podía siempre esperar que el deseo de follar con alguien de manera bestial se transformara en una oportunidad para subir de estrato y mejorar la vida propia, no sin antes haber sublimado toda esta ola hormonal, convirtiéndola en enamoramiento católico, que a diferencia del puritano requiere de hacer sufrir al otro tanto como a uno mismo en niveles que están lejos de la cama, como quitarle a su hijo y despojarlo de sus haciendas, o de sus pocos harapos, según sea el caso.
Recurrimos a fórmulas prefabricadas para dar vida a todo lo que nos rodea, y ahora nada es verdad. La prueba reina de ello es la polarización reinante en nuestro país, que no solamente nació por cuenta de una serie de estereotipos que nuestros canales privados, emisoras radiales, periódicos e instituciones políticas se encargaron de plantar en nuestras cabezas, también ha buscado perpetuarlos, difundirlos y repetirlos en el tiempo.
De hecho, es la izquierda colombiana la más propensa a caer víctima de los clichés, los impuestos por sus opositores y los suyos propios, en los que insisten en encasillarse, repitiendo hasta el cansancio las mismas fórmulas, buscando siempre la misma solución a los mismos problemas, con el mismo discurso, siempre vestidos igual, dueños de la impotencia que dio vida a monstruos como el stalinismo, que es a su vez el fracaso del comunismo que tanto proclaman.
Dijo Einstein que la locura consistía en hacer siempre las mismas cosas y esperar resultados distintos. Tendemos a subestimar el poder de los lugares comunes, pero en realidad se trata de un síntoma clarísimo de nuestra demencia, una serie de crímenes contra la cultura, que a su vez lo son contra la humanidad puesto que han buscado (y lo han conseguido también) sumirnos en la quietud, cortar la comunicación entre las personas, desinformarnos y hacernos más ignorantes cada día.
Los lugares comunes son vehículos del miedo y la quietud, condiciones ambas que van contra la naturaleza del ser humano, pero que de la mano con nuestros gobernantes han hecho de nosotros máquinas repetidoras, el eco de lo que ellos quieren que digamos. La verdad está al otro lado de esa delgada línea, pero es necesario que empecemos a cruzarla y entendamos los millones de posibilidades que nos esperan al otro lado. Espero que lo entendamos antes de que pase algo realmente grave y nuestra única reacción sea quedarnos troleándonos los unos a los otros en Twitter.