Comunicación

Adriana Jaramillo es periodista y escritora. Reside en Madrid, España, desde hace 13 años.

Todos estamos de acuerdo con la gran revolución que ha significado el internet y las nuevas tecnologías, pero cuando uno es un inmigrante y está lejos de su tierra hay que decir que poder comunicarse de forma fácil e inmediata con la familia y con los amigos ha significado una auténtica transformación.

Mirando atrás, año 1999, el primer lugar donde viví en Madrid fue la casa de unos conocidos de mis padres, él español, ella colombiana, rondaban los sesenta años y creo que ni siquiera sabían qué era internet. Yo entonces usaba el e-mail, alguna vez el ICQ y al poco tiempo el MSN que ya parece historia. Era estudiante y solo podía ver el correo electrónico cuando iba a la sala de computadores de la universidad. Pero en las noches, cuando estaba en la casa, me entraba curiosidad por conectarme, esperaba noticias de un amante imposible del que aún estaba enganchada y al que le había puesto un mar de por medio. El País del domingo vino una vez con un CD que guardé como tesoro. Si uno lo instalaba luego conectando el computador a un cable de teléfono, llamaba a un número que, después de ese inconfundible sonido como de fax, entraba el internet a velocidad de tortuga. Explorer, Yahoo, sudores, palpitaciones, y de repente lo veía como un rubí brillando en la pantalla: un nuevo mensaje en la bandeja de entrada.

Desde luego esta “robada” de internet solo podía hacerla en altas horas de la noche cuando mis caseros dormían, y si se hubieran despertado descubrirían no solo que estaba gastando minutos de llamada local, sino que podían irse de bruces con el cable templado de cuarto a cuarto.

En ese entonces me comunicaba con mis padres cuando ellos me llamaban y llegaban en Bogotá unas cuentas de teléfono astronómicas,  o bien llamaba yo de una tarjeta prepago. Alguna vez me llegaron cartas escritas a mano, contando anécdotas y diciendo cuánto me extrañaban. Ellos desde hace unos cinco años han empezado a usar correo electrónico, entonces ni se lo imaginaban, mi papá que era un poco dinosaurio (parece que ya lo superó), creía que los CDs tenían cara B.

Luego me pasé a un apartamento compartido con amigas, pero tener internet en casa era un lujo que no podíamos permitirnos. Costaba más que ningún otro servicio, y por ese entonces se pusieron muy de moda los famosos “locutorios” que hoy día casi no existen, y son locales generalmente regentados por latinoamericanos o pakistaníes, llenos de cubículos donde alquilaban por minutos y horas el computador con internet y cabinas de teléfonos para llamadas internacionales. Entrar a un locutorio era todo un derroche de saludos, palabras de emoción, lloriqueos, besos, peticiones de dinero, promesas, padres que llaman a hijos, novios a novias, maridos a esposas, trabajadores que venían a España con la esperanza de traerse luego a los demás.

Ahora parece que los locutorios son un negocio que ha quebrado. Ya nadie necesita acudir a un local porque el internet tiene precios más bajos y la nueva era de los smartphones, hace que la agonía de ese tan esperado correo del amante olvidado, se vea de inmediato. Ya no hay palpitación de curiosidad con la esperanza de que este ahí guardado silencioso y uno lo ignore, ahora la agonía se desata porque ese maldito mensaje simplemente no llega, y uno tiene el teléfono en la mano permanentemente recordándoselo.

Desde luego también ha quebrado el negocio de los locutorios porque se ha disminuido enormemente los envíos de dinero, y ahora que no hay trabajo muchos están es pensando en regresarse. Pero lo cierto del caso es que hoy día solo con un click conectamos Tenjo con Madrid a través del Skype de mi papá, aunque tiene los dedos tan gruesos que presiona dos teclas con el mismo click, pero al menos puede leer mis columnas antes que nadie, llamarme cada día y hablar de todo por horas. También permitirme, en esos momentos que uno se siente más solo y con ganas de familia, tenerlo al lado, nos vemos por la cámara cada uno con sus nuevas canas y sus viejas historias, y por un instante, me transporto a esa montaña verde y floreada de la sabana de Bogotá que huele a casa. Ahora abro el buzón postal sin ninguna ilusión, incluso con miedo porque solo llegan facturas.

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