Durante este siglo de agobios se ha convertido en regla privilegiar la prisa y en una actitud socialmente reprochable exigir más tiempo. Sobrellevamos el presente bajo un pésimamente entendido sentido de la ligereza, en la manera más apresurada posible, sometidos a las voluntades de un mundo que aplaude y alienta el agotamiento, la inmediatez y la brevedad extrema con el mismo ímpetu con que rechifla cualquier actitud que invite a la pausa. Esas últimas costumbres, dicen y enseñan muchos, no concuerdan con el frenetismo contemporáneo y son consideradas lentitud mental que ofrece ventajas al contendor.
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Nos habituamos al ‘meme’. Al ‘gif’ animado de diez segundos. Al video “de no más de dos minutos”. A la ‘viralización’. A las tendencias que vienen y se esfuman en cosa de horas sin que medie una micronésima para digerirlas. También a las adquisiciones perecederas, a las lecturas y los juicios sin contexto y a no permitirnos un instante de gracia para revolcar las ideas antes de proceder. Lo extenso parece ‘invendible’ y ‘poco comercial’. La durabilidad dejó de ser el valor por excelencia para dar lugar a la condición de desechable como único estado viable. Nada salido del horizonte de obviedades ya familiares encuentra sitio en esta pugna insensata por ir más rápido. Nos obsesiona “ir al punto”, cuando entre las ramas puede estar la verdad.
Convencidos de las ventajas comparativas de la velocidad y siempre a la espera voraz de nuevos estímulos que exciten los sentidos con el debido frenetismo y “ojalá bien rápido”, escogimos el camino de la transitoriedad, de la primera impresión, del dictamen veloz y del no contexto. De esa forma buscamos atajos a la razón, nos libramos de encontrar explicaciones y hacemos nuestra la causa del prejuicio. Y así vivimos. A expensas de una maraña de falsas liviandades que sólo hacen más pesada la existencia. Bajo la dictadura de nuestros propios afanes, desinformados e incapaces de saborear las cosas más allá de la fachada, diseñada para deslumbrar a los ingenuos con ideas ajenas. Lo dijo el maestro Byung-Chul Han en ese ensayo titulado, precisamente, ‘La sociedad del cansancio’: al aparato productivo le conviene mantenernos ocupados y con nuestra fuerza de trabajo presta a la sobreexigencia y complacida en aceptarla como método. Matricularnos en una carrera de obstáculos que al final sólo deriva en dolencias cardiovasculares y en un decrecimiento de las facultades de percepción, sentimiento y raciocinio.
Mucho bien nos haría combatir esta dictadura de lo ‘trendy’ y lo efímero. Abstenernos por principio de privilegiar la ligereza del concepto y de suponer que ninguna temática de conversación amerita superar el lapso de, cuanto mucho, veinticuatro horas. Sería saludable procurarnos trincheras para la reflexión y evitar cuanto más podamos la reacción sin que medie raciocinio. Generar presión individual para no dejarnos ‘azarar’. Podríamos detenernos, contar hasta mil y luego proceder. Convertir la acción en el resultado de muchas jornadas de análisis y no de la premura con que la civilización actual parece fabricar todo, quizá para anquilosarnos las facultades de raciocinio. Propiciar las conversaciones largas. Rescatar el privilegio del ocio analítico. Quizá aún sea oportuno pensar antes de errar y reajustar los relojes que rigen a nuestra especie, no sea que la impersonalidad nos autodestruya. Tal vez así conjuremos de una vez el inventario de estupideces que como humanidad nos competen por andar “de afanados”.