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Las lecciones de una epidemia de viruela en tiempos de Coronavirus

Cristhian Bejarano Rodríguez, Estudiante de la Maestría en Historia de la Universidad Nacional de Colombia, nos recuerda la peor epidemia que vivió Colombia, cuando aún era colonia española

Desde el arribo a la isla La Española del segundo viaje de Colon en 1493, América se ha visto expuesta a desastrosa epidemias, la mayoría provenientes del Viejo Mundo. Una de ellas fue la epidemia de viruela que se propagó desde 1778 por la Nueva España (México), Centroamérica y se difundió por las rutas marítimas americanas hacia América del Sur. En su pastoral del 20 de noviembre de 1782, el arzobispo y virrey Caballero y Góngora, advertía a sus diocesanos en Santafé, con ánimo preventivo, sobre esta epidemia de viruela, que ahora amenazaba con contagiar a la Diócesis. El virrey sabía de los estragos que ya había causado en las provincias de Cartagena y Santa Marta durante ese año; así como sabía cuáles eran los canales de propagación de la misma: las rutas comerciales que comunicaban tanto a las colonias hispánicas, como a las provincias y ciudades al interior del virreinato.

En su carácter de virrey, Caballero y Góngora ordenó prohibir instaurar degredos, es decir, el cierre del paso de comerciantes y forasteros en aquellas ciudades que eran de paso obligado entre Honda –principal puerto fluvial del Magdalena, que conectaba a Santafé con Cartagena– y la capital virreinal. Mientras que en su carácter de arzobispo de Santafé, ordenó que las parroquias del arzobispado hicieran rogativas públicas y misas cantadas con el ánimo de apaciguar la ira divina, pues de la pastoral del virrey se infiere que la epidemia era consecuencia del levantamiento Comunero del año anterior (1781), toda una afrenta contra Dios y su enviado en la tierra, el Rey. Al parecer, la orden de los degredos no fue rigurosamente ejecutada por las autoridades coloniales, quienes eran fácilmente extorsionables, mientras que las rogativas seguramente aceleraron el contagio.

Es difícil determinar con exactitud el saldo de víctimas de la viruela a su paso por Santafé entre los meses de 1782 y marzo de 1783. Sin embargo, apoyados en los registros de entierros de las parroquias de la época, podemos asegurar se presentaron alrededor de 1.000 decesos durante 1783, en una ciudad que para ese momento contaba con aproximadamente 17.000 habs. Esto significa, que en 1783 Santafé registró una Tasa Bruta de Mortalidad (TBM) cercana a los 59 por mil. Para dimensionar la gravedad que representa este dato, la TBM actual de los países más desfavorecidos del mundo, como la República Centroafricana, ronda entre los 12 por mil.

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Lo que sí podemos afirmar es que de las cuatro parroquias de la ciudad La Catedral, San Victorino, Las Nieves y Santa Bárbara, las poblaciones de las dos primeras resultaron ser las más golpeadas por la viruela. El hecho de que San Victorino fuera la puerta de entrada a la ciudad desde Honda, que La Catedral tuviera la mayor cantidad de Chicherías, y que ambas parroquias tuvieran las plazas de mercado más concurridas, aumentó su vulnerabilidad.

Esta experiencia deja lecciones, porque la historia deja lecciones. La prontitud y la determinación para promover y ejecutar medidas para prevenir la llegada de epidemias (los degredos), clausurar espacios de sociabilidad (plazas de mercado, Chicherías, rogativas y Misas), seguramente habrían ayudado a hacer menos letal a una epidemia que resultó ser la más desastrosa de la Nueva Granada en el XVIII. Cuatro meses bastaron para diezmar a la población santafereña, sobre todo niños, las víctimas preferidas de la viruela.

El periodo colonial sigue vivo, y tiene mucho que decirnos sobre nosotros mismos y nuestros gobernantes. La burocracia y la tozudez de nuestros gobernantes para decretar disciplinados degredos –léase hoy, cerrar fronteras y aeropuertos– y ordenar cuarentenas podrían salvar miles de vidas. Pero nuestra testarudez al no guardar las cuarentenas y usarlas para socializar en chicherías y asistir a Misas cantadas –léase hoy, visitar centros comerciales, rumbear, asistir a cultos religiosos– también cuestan vidas. No aprendimos la lección. Una experiencia epidémica de hace 240 años parece demostrarlo. Ya es hora que nos tomemos en serio aquella traqueada frase de que “quien no conoce su historia, está condenada a repetirla”.

Cristhian Bejarano Rodríguez

Estudiante de la Maestría en Historia

Universidad Nacional de Colombia

Twitter: @CristaFabianB

e-mail: cbejaranor@unal.edu.co

 

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