Esta crónica debió ser publicada hace ocho días, con motivo de la conmemoración del Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, pero la noticia del rearme de una facción de los líderes de la exguerrilla de las Farc cayó como un baldado de agua fría sobre todas las redacciones del país y también sobre las víctimas, que levantarían su voz ese día para avanzar en la búsqueda de sus familiares.
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Vale la pena usar la frase cliché de que el día de las víctimas de desaparición no puede ser solo uno, porque el trabajo no para en las casas en donde un día un familiar desapareció sin dejar rastro, más allá de su recuerdo.
El 26 de agosto, en tierras nariñenses aterrizaron los vuelos que llevaban a más de 500 personas que serían claves en el desarrollo del evento de la Comisión Para la Verdad y el Esclarecimiento, un encuentro en donde se rendiría homenaje a las mujeres buscadoras de desaparecidos.
La frase que retumba en mi cabeza, que les escuché a varias de las más de 300 mujeres buscadoras de desaparecidos mientras lloraban, mientras reían, mientras con fuerza se dirigían a un auditorio lleno de entes gubernamentales y que repetían sin cesar: “No los olvidamos porque los seguimos buscando, los seguimos buscando porque no los olvidamos”.
En la ciudad de Pasto, que cobijó el sol, se dio el segundo encuentro de la Comisión de la Verdad para construir memoria sobre las víctimas de desaparición. En Colombia no es fácil dimensionar la magnitud de la tragedia.
“Cuando a alguien le matan un familiar, en mi tierra, la velación es cultural. En nuestras creencias, debemos hacer una despedida. En el Pacífico colombiano, los ritos fúnebres sirven para que quien muere pueda dejar esta vida y descansar en paz en la muerte”, cuenta el antropólogo tumaqueño que acompaña al grupo de cantadoras del Pacífico, que fueron invitadas de honor en el evento, y con quienes se abrieron muchas heridas.
“Yo canto para sanarme y canto para darles paz en la tumba”
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Con una voz que nace desde el alma, las mujeres vestidas de blanco cantan en señal de duelo. A todas, la guerra les desapareció mínimo a un familiar… Cantan para que el cuerpo o los pedazos de sus familiares perdidos, enterrados o secuestrados en cualquier parte del país no sean anclas que aten sus almas a este mundo.
Si la muerte es dolorosa, una desaparición lo es más. Esta es la premisa de quienes cargan una foto colgada al cuello que pareciera ser una gruesa cadena, porque el peso sobre los hombros se les hace difícil de llevar, se les nota en la cara.
“Yo soy de las que transforman el dolor en canciones. Canto con sentimiento y no voy a dejar de hacerlo. Es mi manera de purgar el dolor. Es lindo que un día seamos las protagonistas, pero si miras, el Pacífico es la tierra olvidada. Somos discriminados, nuestras mujeres son violadas y hay más masacres que en otras partes”, dice Nuris Angulo, quien adoptó el nombre artístico La Negra Ardiente, según ella, porque después de tanta violencia quiso ser fuego para quemar a quienes quieran hacerle daño.
Nuris acompaña a otras 15 mujeres que cantan en eventos artísticos enfocados en la paz “para sanar las heridas”, son las cantadoras del Pacífico, que hacen ritos fúnebres y los muestran a los demás como acto cultural, en el cual construyen tejido social.
En un teatro universitario, las mujeres hablaron, cantaron y gritaron porque la tragedia de la guerra las persigue. “Hoy estamos acá, pero lo que más da tristeza es que sigue pasando. Hace unos días asesinaron a un hermano de una compañera”, dice Nuris, víctima de violencia sexual y la barbarie.
Las flores que marchitó la guerra
Paulina Mahecha, una de las asistentes al encuentro de buscadoras de desaparecidos saca una a una sus muñecas de bolsas plásticas y las pone sobre una mesa Rimax. Son las tradicionales muñecas de trapo, con ojos expresivos, con vestidos únicos. Llaman la atención y en cuanto uno se acerca para verlas, Paulina empieza a hablar y a contar sobre su homenaje a las niñas a las que marchitó la guerra…
“Las originales están en Bogotá. Estas las hice de afán para traerlas, pero las originales están en el Teatro Julio Mario Santo Domingo. Estas las hice para que la gente las vea”, dice. Son sus flores. Al lado de cada una de las muñecas pega una hoja bond con un texto. Leo la de Orquídea y la historia rompe el corazón, pues habla sobre una niña de 12 años reclutada a la fuerza en el Meta, que fue violada y decapitada. Su cabeza fue puesta en una estaca, en una cerca de alambre de púas.
Estas muñecas no son para jugar, son para el recuerdo, son una terapia y una obra de arte de quien quiere mostrar al mundo el dolor de la
desaparición.
“A mi hija, enfermera jefe, me la desaparecieron el 19 de abril de 2004 en el Guaviare y yo solo quiero saber en dónde está”, cuenta mientras acaricia una muñeca especial, vestida de blanco y con un pelo negro rizado que hizo en homenaje a su “chinita”, María Cristina Cobo, la hija que el paramilitarismo le arrebató y asesinó por supuestamente ayudar a las Farc, por curar a sus heridos en el hospital en el que trabajaba.
“Fue ese señor Jorge Pirata (Manuel de Jesús Pirabán) y yo le he dicho cara a cara que me diga en dónde está enterrada, porque ellos ya confesaron que la violaron y la asesinaron. Yo quiero saber en dónde la tienen”, cuenta Paulina, que me dice que no siente rabia, sino dolor.
“Viva o muerta, pero tengo que saber de ella”
Hace más de 23 años, con diferencia de un mes, fueron raptadas cinco jóvenes del barrio La Manuelita en la localidad de Suba Rincón, en Bogotá. A cuadras del colegio Calasanz se perdió el rastro de niñas y jóvenes, de las cuales aún no se sabe nada. Esta fue la historia que me contó Florinda Farfán, una mujer de 63 años a la que le robaron lo más preciado el 20 de febrero de 1996.
“Yuli, mi hija. Mi hija adorada. La ilusión de mi vivir. Lo más hermoso que mi Dios me dio. Once años y medio compartimos. Juiciosa, cursaba séptimo. Estudiaba a una cuadra y media del colegio Calasanz. Por ser madre soltera tenía que dejarla sola. Dios sabe que para mí lo significa todo. Una niña encantadora que quería ser profesora porque le gustaba enseñarles a los niños”, cuenta entre lágrimas la mujer que, vestida de azul, tiene la esperanza de encontrarla.
A Florinda la encontré en la plaza Antonio Nariño, en el centro de Pasto, en medio del acto de homenaje a las buscadoras de desaparecidos. Caminaba por los puestos de las organizaciones de las víctimas que, según informaciones del Centro de Memoria Histórica, superan los 126.000 casos, aunque la cifra no es clara.
Florinda sonríe y habla con los medios, a los que considera sus amigos, con el fin de que haya eco de la historia de su niña de 11 años, que un día se perdió y a la que nadie le ayudó a buscar. “Una madre que pierde un hijo hará lo que sea necesario para encontrarlo. Yo tengo que saber de ella, esté viva o muerta, para que haya un poco de paz en mi vida. Las autoridades me archivaron el caso y nunca nos ayudaron. Desde el 20 de febrero de 1996 se sabe lo mismo: nada”, asegura la mujer, que no ha abandonado el barrio en donde se dio el dolor más grande de su vida, con la esperanza de que Yuliet la reconozca en medios y vaya en su búsqueda.
“Las autoridades competentes dicen que no somos víctimas. No buscan a nuestros hijos porque no se los llevaron por plata, pero yo guardo la esperanza. La voy a buscar toda la vida, la voy a esperar toda la vida”, dice Florinda, sujetando fuerte la foto que carga de Yuliet en su cuello.
“Buscar a las personas desaparecidas es un deber humanitario”
Hasta Pasto viajó el comisionado para la Verdad de Malí. Aseguró que construir la verdad en medio de un conflicto que no ha terminado no es fácil y que toma tiempo.
Marta Ruiz, comisionada colombiana, señaló que la construcción de paz es constante y que no buscar a los desaparecidos solo ahonda las heridas de las mujeres que le han entregado su vida a recordar.
“Al encontrarlos a ellos, guardamos la esperanza de encontrar también la manera de restaurar la humanidad compartida entre los colombianos. Buscándolos a ellos buscamos también la solidaridad, la compasión, la piedad, la justicia. En esa búsqueda allanaremos el camino para ser una sociedad mejor y, sobre todo, más democrática”, afirmó la comisionada para la Verdad y dejó sobre la mesa que esto no termina.
El mensaje de las buscadoras fue de paz y de esperanza. Con sonrisas, tras limpiarse las lágrimas querían que la guerra cesara. Un día después, quienes habían firmado la paz y se rearmaron, les dijeron que no sería una tarea fácil, y que su dolor todavía no sanará, ni el de Colombia. Buscar la paz parece más difícil que encontrar a los desaparecidos, pero como las buscadoras enseñan, “hay que seguir buscando porque va un día y pasa lo del dicho, ‘el que busca, encuentra’”.