víctimas de la región del Naya, entre indígenas, campesinos y afros, se encuentran en el Campamento por la Paz de Cali.
“Esta actividad es de carácter permanente, hasta que se comience con la implementación de los acuerdos de La Habana. Esa es la idea de nosotros”.
Durante todo el mes de abril del 2001, más de 220 hombres del Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), fuertemente armados, se encargaron de bañar con sangre las riberas del río Naya.
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Los peores días -quien lo hubiese pensado- fueron el Miércoles Santo y el Jueves Santo. Los paramilitares se pasearon a sus anchas por esa frontera olvidada por el Estado entre Valle del Cauca y Cauca, y arrasaron con veredas enteras, violando mujeres y torturando hombres, en poblaciones como Patio Bonito, La Esperanza, El Ceral, La Silvia, Campamento, Puerto Merizalde, El Playón, Alto Seco, Palo Grande y Río Mina.
Han pasado más de 15 años desde entonces y sobre el particular, considerada por muchos como la peor masacre de la historia del país, aún hay más dudas que certezas. Se dice que murieron más de 200 personas y que por lo menos otras 3000 tuvieron que desplazarse para evitar ser asesinadas.
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Se dice que en el hecho hubo complicidad de agentes del Estado y la Fuerza Pública y que la oleada de muertes fue una brutal represalia de los ‘paras’ contra los empobrecidos pobladores, después de los secuestros de la iglesia La María y del Kilómetro 18, a quienes acusaron de ser supuestos informantes y colaboradores del ELN.
También existe la versión de que la masacre no estaba planeada como tal, pero que los hermanos Castaño sí habían ordenado formar en todo el Litoral caucano y vallecaucano el Bloque Pacífico, operación para la cual no iban a permitir que nadie se opusiera. Ni siquiera un puñado de indígenas o afros. Total, nadie se acordaba de ellos.
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Para poder llegar a la plazoleta de San Francisco, en pleno corazón de Cali, los habitantes de la región del Naya tuvieron que caminar por más de tres días, entre trochas y caminos sinuosos.
La travesía arrancó el jueves, con 600 habitantes de las 16 juntas de acción comunal, los cuatro cabildos indígenas, la zona de reserva campesina y el consejo comunitario que componen la región del Naya.
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Luego, según explicó Gisel Carabalí, vocera de las víctimas de la masacre paramilitar del Naya y presidenta de una de las juntas de acción comunal, llegaron el domingo a Santander de Quilichao, desde donde siguieron marchando hasta la Universidad del Valle.
En el campus recibieron el apoyo de los grupos de universitarios que apoyan la protesta y el lunes arrancaron con el plantón en frente a la Gobernación del Valle del Cauca, a las 4:00 p.m., con una velada.
“Estamos aquí exigiéndole al Gobierno Nacional que se implemente ya lo acordado, lo firmado. Nosotros como víctimas hemos sufrido en carne propia lo que ha sido el derramamiento de sangre durante este medio siglo de guerra. Que tengan presente que los que reclamamos somos las víctimas”, dijo Carabalí.
El denominado Campamento por la Paz es, en efecto, una actividad con la que decenas de partidarios del ‘Sí’ de diferentes universidades caleñas, y dos centenares de víctimas del conflicto, de la zona del Naya, le exigen a las autoridades acabar de una vez por todas con la guerra, dejando en firme lo rubricado en Cartagena.
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Cristian Castaño es uno de jóvenes caleños que duermen en la plazoleta de San Francisco. Es, además, uno de los voceros del movimiento Voz Universitaria. “Hay al menos 28 carpas para acampar y cuatro carpas grandes. Estamos de manera permanente, pero no estamos quietos, sino que es una movilización activa. Estamos llevando actividades de pedagogía con conversatorios sobre los puntos de La Habana. El miércoles tocamos el punto cinco, el de las víctimas. El jueves tocamos el punto agrario, el viernes hablaremos sobre el enfoque de género y el sábado sobre el de participación política”, indicó.
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El sol cae con una luz difusa pero sofocante sobre el Campamento. Bajo la lona se siente el calor. Una mujer indígena se cepilla los dientes con una botella de agua en la mano. Al lado, una pareja de adultos de piel morena se acarician mientras yacen recostados sobre el piso de tablón rojo de la plazoleta.
A los pocos metros sigue una hilera de carpas multicolor y luego sigue un cerco simbólico formado con vallas metálicas de las que ponen en los conciertos, que es custodiado por cinco miembros de la Guardia Indígena, quienes hacen una suerte de retén en la entrada con un palo de escoba partido a la mitad.
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Al lado opuesto, también bajo una carpa de lona, una universitaria de Converse negros saca una olla gigante, mientras uno de los voceros habla por el micrófono, invitando a los “compañeros” del Naya a que no se vayan a preocupar por la presencia de las cámaras de los medios de comunicación.
“Es difícil empezar. Primero lo logramos con recursos de nuestro bolsillo, plata de los del grupo de universitarios. Pero gracias a los llamados de las redes sociales, afortunadamente, la ciudadanía ha respondido. Hemos venido recibiendo donaciones en alimentos y en aseo. Necesitamos agua, verduras, alimentos no perecederos y elementos de aseo. También recibimos donaciones en dinero, para comprar otras cosas que se necesiten”, cuenta Cristian.
“Esta actividad es de carácter permanente, hasta que se comience con la implementación de los acuerdos de La Habana. Esa es la idea de nosotros”, agrega el universitario. Y eso es algo que tienen claro todos los que se encuentran en el Campamento por la Paz. Todos saben que su acto de resistencia no tiene fecha de vencimiento. Que se pueden quedar meses viviendo en una plaza del centro de Cali.
A la final, agrega Gisel, de eso es que se trata. A eso es que están acostumbrados desde siempre: resistir. “La masacre dejó cientos de muertos y cientos de desaparecidos. Y nosotros como familiares todavía no tenemos respuesta alguna de ello. Ya estamos cansados. Nosotros somos los que ponemos los muertos. Nuestros hijos son los mismos guerrilleros, los mismos policías, los mismos militares. Estamos cansados de matarnos entre pobres”, dice la mujer.