¿Alguien recordará hoy las encendidas polémicas que hace 10 años se desataron alrededor del centro comercial que se iba a construir al lado de Villa Adelaida, una de las pocas quintas que aún subsisten en el sector de Chapinero y El Nogal? Que el centro comercial se va a tragar la casa, que es un bien de interés público, que ese parqueadero tan grande no, que esto, que lo otro.
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Gracias a los titulares de prensa y a las discusiones, medidas y contramedidas que se tomaron alrededor del fallido proyecto, durante algunos meses de 2006 esta casa, ubicada en un enorme lote que va de la carrera Séptima a la Quinta entre calles 70 y 71, adquirió en el imaginario de la opinión pública el estatus de ser la prioridad número uno de Colombia en el tema de la conservación y preservación del patrimonio arquitectónico de Colombia.
No era para menos. En los debates participaron los habitantes del sector que alzaron su voz de protesta, pero también el Departamento de Planeación Distrital, el Ministerio de Cultura y su División de Patrimonio, la Unidad de Planeamiento Zonal (UPZ) de Chicó-El Lago-Refugio, la Sociedad Colombiana de Arquitectos, la Asociación de Cuidadores del Ambiente del sector y la Sociedad de Mejoras y Ornato de Bogotá.
Diez años después, la casa que don Luis Eduardo Nieto Caballero le construyó a su esposa Adelaida Cano en 1914 sigue abandonada. Muy lejanos son ya los tiempos en que allí funcionaba el restaurante Gran Vatel. Y el cuartico de hora de fama de hace 10 años no parece haber dejado huella. Como dice el dicho, ni rajaron ni prestaron el hacha. No se hizo el centro comercial que habría incorporado la casa a un proyecto tal como ocurrió en Hacienda Santa Bárbara o en el centro comercial de la calle 39 con carrera Séptima. ¿Que el proyecto era bueno, regular, malo? Ese es otro debate. Pero lo cierto es que la casa tampoco se convirtió en museo ni en biblioteca ni en la sede elegante de alguna prestigiosa empresa, institución del Estado o fundación. Ni siquiera en un proyecto de vivienda multifamiliar o de oficinas. Nada.
Desde la terraza de un edificio vecino, cuando se fisgonea a través de una malla metálica con alambre de púas y una vegetación densa, la sensación que queda es ambivalente. Por un lado, la depresión que generan los vidrios rotos y la pintura descascarada. Por el otro, la esperanza que genera ver de pie esa estructura que se resiste a morir; que todavía se puede conservar esa pequeña brizna del pasado remoto de una ciudad sin memoria.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.