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Indolencia

Hablando con un amigo descubrimos que habíamos sentido un choque parecido ante la naturalidad con la que los colombianos enfrentamos la muerte violenta. El mío fue en un viaje a Buenos Aires, creo que en septiembre de 2003. En esos días mataron a una niña. Todos los canales de televisión dedicaron la programación completa, de tres o cuatro días, a relatar el hecho. Transmitían desde la casa de la niña, desde la policía, desde las marchas que se organizaron en varios sitios del país.

En ese momento me pareció una extravagancia, tantas horas de televisión dedicadas al mismo tema, toda la prensa dándole vueltas una y otra vez a lo mismo, todas las señoras hablaban del crimen en las tiendas. No había   otro tema posible de conversación. El país entero se conmovió. Ni que nunca hubieran visto un muerto, pensé.

La historia de mi amigo es similar, pero en Noruega, cuando una pelea de bar terminó con un joven muerto. Eso fue en el 94, año en que en Colombia murieron 28.000 personas y en Noruega 28. Oslo se conmocionó, la calle del homicidio se llenó de flores, tarjetas y homenajes. Él se sintió indolente, le parecía una exageración.

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En Colombia mataron 15.459 personas en 2010 y 14.763 en 2011. En números absolutos, somos el octavo país más violento del mundo y entre esos ocho países tenemos la tasa de homicidios más elevada. Aquí, en proporción a la población, matan 6 veces más que en Estados Unidos y el doble que en México. Y muere tanta gente como en China, que tiene una población 30 veces más grande.

Tomando la cifra de 2011, en Colombia mueren, por causa violenta, 40 personas por día, en Francia 2, en España 1, en Chile 2. En Argentina, con una población similar a la de Colombia, son 7 los muertos diarios.

En Colombia, desde 1948 han muerto por violencia más de 950.000 personas, sin contar los desaparecidos. En la Guerra Civil Mexicana murieron 250.000, en la Guerra Civil Española 365.000, en Angola 500.000, en Irak han muerto 180.000, contando civiles y militares iraquíes y extranjeros. A la dictadura de Pinochet se le atribuyen 4.000 muertes.

Y aún así, hay gente que duda que estemos en guerra. Yo sé, la mayoría de nosotros no ha visto muertos tirados en la calle, no ha oído bombardeos, no ha tenido que esconderse durante días debajo de la cama esperando que cese una balacera. No hemos tenido hambrunas, no han venido tropas extranjeras a imponer el “orden”. Pero todos sabemos de casos de secuestros, conocemos a alguien a quien le mataron un familiar, gente que ha sido extorsionada o que tuvo que abandonar sus tierras. Del rosario de colombianos en el extranjero hay muchos que se fueron huyéndole a la parca. Nuestra guerra es a cuentagotas, pero ahí está.

En los pies de página de noticieros y periódicos mencionan unos muertos que ya no conmueven; a nadie le importa si fue uno, treinta o cien. Hemos llegado a tal cinismo ante el asesinato que mucha gente comenta que “por algo habrá sido” o “no andarían recogiendo café”. La noticia pasa rápido, no hay alharaca, las víctimas no tienen cara ni historia, son una simple cifra.

Y claro, es que la mayoría de los muertos no se ven, están en el campo, en pequeños municipios y en zonas urbanas marginales, donde la policía aduce que la mayoría se debe a una “venganza personal” o un “ajuste de cuentas”, una explicación que los saca de las cifras de la guerra, los presenta como “casos aislados” y presenta su muerte como un acto de compensación, el pago de una deuda.

Pero también entiendo nuestra lógica macabra de esconder las cosas. ¿Qué pasaría si por cada muerte violenta hiciéramos una marcha?, ¿qué pasaría si en vez de tratar de ocultar los muertos diciendo que acá no hay guerra, que es un conflicto pequeño, asumiéramos que no es normal que maten tanta gente?, ¿qué pasaría si de verdad nos ocupáramos de la justicia y de no olvidar algo que no ha terminado?

La relación justicia-perdón es otra cosa que me aterra. Acá matan a alguien y los medios presionan a los familiares para que salgan a decir que perdonan al criminal, sin esperar siquiera a saber si el asesino está arrepentido y le importa ese perdón. La justicia pasó a segundo plano. Las cifras de casos resueltos y juzgados son extraordinariamente ridículas.

Tapamos la realidad, le echamos tierra lo más rápido posible, pero los muertos siguen, aunque pasen inadvertidos entre las noticias del entretenimiento y los deportes. Aunque no nos importe saber qué hacían esos muertos, cuáles eran sus sueños, sus afectos, nada, excepto si parecían “gente bien”, la que se supone que “no debe nada”. Parece que la consigna fuera que se mueran sin hacer escándalo. Que se mueran y no nos jodan.

Katherine Rios, @rioskat

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