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Postal de Barcelona I: el Sarriá

Este letrero verde recuerda que aquí estaba construido el estadio de Sarriá, antigua casa del Espanyol. Está ubicado en el barrio del mismo nombre, una de las zonas residenciales más tranquilas y costosas de Barcelona, y la historia detrás de esto es que en este lugar se jugó el Italia-Brasil del Mundial del 82.

Ese 5 de julio, el equipo de Telé Santana perdió 2-3 cuando lo único que necesitaba era empatar para meterse a semifinales. Esa tarde, Paolo Rossi compró la cuota inicial para ser goleador de aquel torneo. En ceros ante Polonia, Perú, Camerún y Argentina, le hizo tres a Waldir Peres, la mitad de los que convertiría en todo el campeonato.

La eliminación fue un golpe duro para los brasileños, que pocas veces se habían ilusionado tanto con una selección nacional, y en general para los hinchas del fútbol. En 1982 todos eran hinchas de Brasil, incluidos los colombianos. En tiempos en que nuestro equipo no clasificaba a los mundiales, la decisión natural era hacerles fuerza a brasileños o argentinos. 

Y cómo no querer a aquel Brasil, si era un equipazo. Peres en el arco; Luizinho, Leandro, Oscar y Junior en la defensa; Falcao, Sócrates, Toninho Cerezo y Zico en el medio, y Eder y Serginho arriba; fue el primer equipo del que me aprendí la titular de memoria. La gente habla mucho de la selección del 70 que sí, era extraordinaria, pero yo he visto partidos completos de aquel equipo y el del 82 me parece superior en muchos aspectos, lo que pasa es que la historia no lo favorece por no haber sido campeón. Así somos los hinchas: adoramos a los ganadores y ponemos el triunfo por encima de cuestiones estéticas y del corazón, por eso aún hay gente que dice que Messi no es el mejor futbolista de la historia porque no ha ganado un Mundial, cuando lo único que hay que hacer para ser el mejor es jugar mejor que los demás.

Yo era un niño en 1982 y aunque durante años no recordé detalles de ese partido, sí tengo claro el desasosiego que sentí después de la derrota. Como dijo alguna vez un amigo al respecto: “Ese día entendí que la vida podía ser una mierda”.  Yo no sé si llegué a tanto, pero me acuerdo de que no entendía nada. No me cabía en la cabeza que lo que estaba programado para ser una fiesta terminara en tragedia, y por qué algo tan perfecto podía fallar. Nunca nadie jugó como aquel equipo hasta que llegó el Barcelona de Guardiola. Entre uno y otro, Telé Santana tuvo su pequeña revancha con el São Paulo de los noventa, bicampeón de Libertadores y del mundo, dándoles un repaso al Barcelona de Cruyff y al Milan de Capello; casi nada.

Hoy el lugar donde estaba el viejo Sarriá sigue manteniendo la estructura imaginaria de un estadio de fútbol, con edificios alrededor a manera tribunas y un parque en la mitad, como si fuera la cancha, lo que hace todo más dramático. Fue llegar y tratar de ordenarme el viejo estadio en la cabeza, y una vez logrado, recorrer el sitio imaginando las graderías y los arcos donde ocurrió todo. Me dirán sobreactuado, pero se me fueron varias lágrimas, supongo que no tanto por el partido, sino por aquel niño de ocho años que impotente desde el televisor vio por primera vez en su vida cómo no siempre gana el que debería. 

Cuando al Sarriá lo volaron con explosivos en 1997, el Espanyol se mudó al estadio olímpico Lluís Companys hasta 2009, año en que se mudó al Cornellà-El Prat, su actual casa. El nuevo estadio está bien, es un escenario de primer nivel, pero sin mayor historia. Eso es lo que pasa con los estadios de hoy: son modernos, bonitos y funcionales, pero sin pasado, y encima están repetidos en masa, como si fueran un McDonald’s: entras a uno y ya los conoces todos. Treinta y seis años han pasado y el mito de ese Brasil-Italia se agiganta con el tiempo, a tal punto que cuando me hablan de estadios históricos, pienso automáticamente en el Maracaná, Wembley y el Sarriá.

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