Columnas

Frenología electoral

Ayer lo expresé vía Twitter y algunos me tildaron de superficial y sexista: si Gustavo Petro contara con el físico de Carlos Pizarro Leongómez, muchísimas señoras ‘regias’ a quienes “no les gusta su mirada” lo aclamarían y hoy la izquierda estaría más holgada en opciones.

Sin el ánimo de trivializar la discusión o de reducir la complejidad de los avatares electorales a esta, la apariencia personal constituye un elemento decisivo en lo concerniente a nuestras simpatías y pulsiones, incluidas las electorales. De no ser así, los políticos se ocuparían solo de robar y mentir, y no de semejantes frivolidades. Pregúntenle al difunto JFK o a quienes descalifican a alguien por la involuntaria circunstancia de tener menos presencia que una mucosidad en la solapa.

Las percepciones humanas se van conformando a partir de arquetipos. Esto es: asociaciones involuntarias que se siembran en el inconsciente a consecuencia de un estímulo determinado o de una construcción imaginaria. De hecho, para vergüenza de la especie todavía hay tonos de piel y características fenotípicas que acostumbramos vincular con el poder, la honestidad, el crimen, la confianza o la vulnerabilidad.

Visto de manera pragmática, un candidato equivale a un producto de consumo y en ese sentido depende en gran medida de su aspecto. Un tema similar trató Antonio Caballero en Semana. Por mi lado haré lo ‘impropio’ y aventuraré mis reflexiones. Metrosexualidades aparte, la estigmatización fundamentada en cómo lucimos acarrea cierta ruindad implícita, pero al tiempo opera como un mecanismo automático de discernimiento, aunque asimismo como un terreno fértil para el prejuicio positivo o negativo y la discriminación o la sobreestimación.

En efecto, considero que uno de los innumerables obstáculos de la Farc para ganarse simpatías radica en no tener en su cúpula un solo representante convencionalmente bien parecido. ‘Timochenko’ –¡qué paradoja!– goza de una expresión dulce, como de tío-abuelo caldense, pero nada más. Distinto sería tener a su favor al ‘adónico’ Che Guevara como Juan Valdez de su causa en lugar del ‘malencarado’ ‘Tirofijo’ en calidad de figura tutelar.

Prueba de ello está en que incluso yo permití que hasta este periodo la fachada de abuelo de Heidi de Peñalosa me envolviera, y lo creía bonachón e incluso ingenuo. O que por allá en 1998 Álvaro Uribe pareciera tierno y conciliador, así como en el 91 Vargas Lleras guapo, o como en el 87 Pastrana progresista, rockero y ‘suprapartidista’. O que, aun mejor, Humberto de la Calle fuese alguna vez considerado uno de los hombres más sexys del país. Por cierto, a propósito del particular también comprobé cuán difícil resulta explicarle a un millennial que en algún momento este último fuera tildado de ‘churro’ o convencerlo de que en 1994 se tinturó para darse aires de madurez.

Quizá debido a lo anterior a muchos aún les resulte sospechoso el encanecimiento ‘express’ de Iván Duque, quien, yo creo que sin que fuera necesario, salió a desmentir su presunta condición de ‘peliteñido’. Ahora… ¿no es el sobrepeso de un líder, acaso, un indicio subliminal de escasa moderación, de descontrol o cuanto menos de trastornos metabólicos o tiroideos? ¿Vieron a Tola y a Maruja invitando a votar por el ‘tarraito’ de Sergio Fajardo?

Finalizo con reflexión: si Álvaro Uribe hubiera nacido con la cara de su hermano Santiago… ¿nos habría librado el azar genético de ocho años bajo su mandato? Hasta el otro martes.

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