Columnas

Regreso al Bogotazo

Sin dudarlo, si la vida me cobijara con la suerte de ser el Marty McFly chibcha por un día, mi único viaje en el tiempo no me llevaría a la antigua Roma ni al legendario Egipto. Mi destino apuntaría al más bien reciente y local Bogotazo.

Quisiera ver cómo ocurrió todo. Seguir las andanzas de Roa Sierra desde el comienzo hasta sus segundos finales en la droguería Granada. Corroborar si las cosas son justo así como me las han relatado los muchos abuelos a quienes llevo toda mi vida mortificando con preguntas al respecto. Compartir con cachifos, marchantas, coperas y emboladores. Verle la cara al Negro Gaitán e inventarme alguna excusa para hacer amistad con Fidel Castro y bebernos un ron. Ir a buscar a García Márquez en su pensión e invitarlo a calmarse el hambre. Con seguridad aceptaría. Oír radio: “Kutilina no ‘güele’. Kutilina no irrita. Kutilina: la rasquiña elimina”. Asistir a un viernes cultural y a mi retorno a estos tiempos, si sobrevivo y no me dejan hecho carne al carbón, poder decir con esa propiedad que solo da el contacto íntimo con la experiencia: “se armó un 9 de abril”.

Pero, sobre todo, me ilusionaría sacudirme las especulaciones que tantos años de elucubración nos han hecho dar por verdades. Descubrir si eso que he disfrutado oyéndoles o viéndoles contar a personalidades como Arturo Abella, Arturo Alape, José Antonio Osorio Lizarazo, Miguel Torres, Jaime Osorio, Jorge Alí Triana, Andrés Baíz y a por lo menos una veintena de distintos creadores e investigadores más es igual a lo que nos han pintado, filmado, escrito o descrito.

Encontrar pruebas que me permitieran venir y desmentir ciertas invenciones populares que, a propósito del siniestro, aún seguimos coreando como hechos. Aprovisionarme de registros audiovisuales para a mi vuelta contarle a Bogotá entera que, contrario a lo que la mayoría suele suponer, nuestros problemas no empezaron en dicha fecha. Que antes también éramos hacinados, inhumanos, excluyentes y elitistas. Que la supuesta ‘violencia’ posterior venía de antes y que, de hecho, desde el siglo XII no ha cesado en su avance. Formarme un concepto del inmolado líder a partir de la mirada propia y no del mito embalsamado que hoy pesa a su nombre sobre la memoria nacional. Llenarme de argumentos y así comprobar como otra consecuencia triste de aquella jornada haber servido luego de pretexto para ocultar la infamia que en 1951 ejecutara Fernando Mazuera –Peñalosa de entonces– al sepultar los rieles tranviarios y condenarnos a 70 años de buses. Demostrar que el susodicho tranvía no se acabó, como varios sostienen, con las revueltas. Señalar las paradojas y hacer memes de advertencia.

Para terminar, me obligo a emerger de nuevo a la superficie y así dejar de ahogarme en mis delirios y nostalgias por lo nunca vivido. Ya cuando consigo incorporarme y asumir este presente, mi espejismo de pasado va mutando en reflexión frustrante. Y termino enojado de nuevo: porque estamos en Colombia y tal pasado es inexorable. Y sobresaltado concluyo que, romanticismos y nostalgias aparte, lo más triste del 9 de abril de 1948 fue entender que, al final, una posible revolución se vio frustrada por la lluvia, la borrachera, la codicia y el desorden de los manifestantes. Y por los burócratas que entraron al Palacio, a repartirse con Ospina un gobierno “de coalición nacional”. ¡Muy colombiano! ¿No?

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