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Paseadores

Con frecuencia pienso en quienes han hecho de pasear perros su oficio. Me refiero no a aquellos que por accidente, forzados y de pésima gana ejercen tal actividad con desidia, sino a los que consagran sus días a esta con compromiso, cariño, alegría y mística. No sé ustedes, pero al margen de aquella minoría de atarvanes maltratadores que se cuelan en dicho gremio, yo tiendo a admirarlos, a celebrar su existencia e incluso a envidiarlos. Mi mirada los persigue con curiosidad cada vez que puede mientras van recorriendo el vecindario por kilómetros, atados a una decena de riendas, como capitanes de un trineo urbano arrastrado por una congregación multigeneracional, multirracial y también multitemperamental de canes de todos los colores, dimensiones y procedencias imaginables.

Una posición envidiable, a mi parecer, aquella de vivir rodeado de soberanos del reino perruno, tener por banda sonora personal una permanente sinfonía de ladridos, gozar del privilegio de jugar a diario con una pandilla de leales amigos, hacer de parques, calles y prados su principal centro de actividades y, por demás, verse remunerados debido a ello. Encontrárselos por estos lados del mundo no era tan común, digamos, en los noventa del siglo anterior, lo que les confiere un lugar destacado dentro de aquellas cosas para agradecerle al presente.

Me pregunto, por ejemplo, cómo se las arreglarán para propiciar ese clima de convivencia apacible entre tantos seres, cuya única similitud radica en pertenecer a la misma especie. También suelo interrogarme sobre las técnicas de las que se valdrán para uniformar la velocidad y los hábitos recreativos de un ejército de criaturas con condiciones físicas y ritmos tan heterogéneos. O para hacer de árbitros o de profesores de kínder cuando hay disputas internas. Todos se acogen a su figura. Desde el minúsculo e hiperactivo hasta el gigantesco e injustamente rotulado como miembro de las tales ‘razas peligrosas”… todos atienden el llamado del paseador.

¿Tendrán seguridad social? ¿Cuántos de ellos combinarán su actividad con alguna otra? ¿A qué cifra ascenderá el número de millas diarias recorridas en promedio por cada uno? Imagino que como en cualquier caso el ejercicio cotidiano de su labor les traerá consigo dolencias. Si el solo hecho de llevar a Milo de su correa a la hora de rigor ya me ha provocado graves traumatismos ‘lumbálgicos’, fácil es imaginar lo que ocurre cuando no es uno sino diez los que jalan. Eso para no mencionar la posibilidad de dar con algún afiliado poco dócil dispuesto a recibirlos con sus fauces abiertas o el evidente riesgo para la integridad propia que implica la irregularidad inherente a los andenes de nuestras ciudades. O las pulgas y garrapatas, que siempre acechan. Ignoro cuál será su metodología y si acaso eso se aprende o no de manera informal, pero lo cierto es que encierra una forma de sabiduría misteriosa y mágica, que aún encuentro difícil descifrar.

Y sí, como en cualquier actividad, los habrá tiránicos, corruptos, abusivos e infames. Pero, y en esto apelo al cuestionable credo de que ‘los buenos somos más’, me obstinaré románticamente en creer que al menos en este caso el aserto se cumple. De hecho, en ocasiones he contemplado hacer de esta mi actividad alterna. Por eso, y por ser un testimonio más de la fraternidad canino-humana, propongo un postergado aplauso en honor a los paseadores. Hasta el otro martes.

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