Columnas

Clases de historia

Hará dos semanas, envuelta en el atolondramiento decembrino, Colombia recibió dos noticias. Por un lado, veintitrés años después de su supresión del pénsum escolar, la cátedra de historia regresará. En la práctica ello significa que los estudiantes de colegio volverán a aprender sobre la guerra de los Mil Días, el Frente Nacional, la ‘apertura’ y también sobre otro millar de episodios locales o universales desterrados de las aulas desde 1994. Por el otro, la circulación de algunas selfis en las que tres contratistas de la Alcaldía de Medellín posaban orgullosas frente a Jhon Jairo Velásquez Vásquez, ‘Popeye’, despertó indignación.

Federico Gutiérrez, hombre al mando de la capital antioqueña, resolvió este último asunto con sensatez. Lejos de decapitar al trío de damas —algo que quizá muchos connacionales ávidos de sangre anhelaban— decidió pasearlas por el Museo Casa de la Memoria, algunos de cuyos espacios reconstruyen con espíritu pedagógico las infamias padecidas en Colombia por cuenta del narcoterrorismo y sus cultores. Terminada la experiencia, aquel trío de exadmiradoras de Velásquez declaró haberse replanteado ese sitial que hasta entonces el yarumaleño ocupaba en sus corazones.

De seguro algunos estarán preguntándose por la relación entre dos hechos tan desarticulados y ya con quince días de añejamiento. Me explico: algunos pueblos e individuos subsisten a expensas de su desmemoria… ajenos a cualquier antecedente, con la mira puesta en inmediateces y despojados de toda perspectiva. Pero acontecimientos de esta naturaleza resaltan la importancia del retrovisor como herramienta para enderezar y replantear los destinos o incluso para reafirmarse. En un mundo donde tantos iluminados del neoliberalismo exigen “menos poetas y más ingenieros”, no sorprende que muchos consideren tales saberes inútiles. Pero esto de recordar con inteligencia es más que un embeleco nostálgico o una exaltación fetichista del pasado.

Pensémoslo: Colombia está enferma de amnesia colectiva. Y lo que es peor… voluntaria. De ahí que todavía haya quienes crean que “a este país se lo tiraron las Farc”, que el cine nacional comenzó con La estrategia del caracol, que Risaralda y Quindío fueron parte de Antioquia, que el tranvía bogotano dejó de existir el 9 de abril o que los señoritos que el 20 de julio se pronunciaron contra España eran unos filántropos amantes de la libertad. Urge, por ello, mirarnos en nuestros antecedentes. Pero no desde la perspectiva de la anécdota mentirosa, repetida un millón de veces, del monumento muerto o del malentendido heroísmo.

Es preciso descifrarnos en la paradoja. Saber, por ejemplo, que los depredadores medioambientales no son cosa reciente. Que Santander intentó desecar la laguna de Guatavita para extraerle oro. Que resulta absurdo llamar a un solo periodo de nuestra evolución la ‘violencia’, cual si los demás años hubieran sido apacibles. Que el poder en estas tierras tiene genealogía y ADN. Que aquellas confrontaciones descerebradas y actuales entre izquierda y derecha en otros tiempos fueron entre gólgotas y draconianos, entre godos y cachiporros o entre federalistas y centralistas. Y que por causa de estas acumulamos siglos enteros confrontándonos, reducidos a títeres de nuestra dirigencia. Así pues, con todo y lo antiacadémico que suelo ser, me declaro a favor de la observación reflexiva del pasado como ejercicio indispensable para seguir existiendo. Y espero que el lugar de nuestra historia como un vehículo imprescindible de avance y autoconocimiento sea al fin debidamente dignificado. ¡Hasta el otro martes!

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