Mier se puso frente al balón y pateó de zurda desde el costado oriental del siempre vacío estadio de Techo. Y se fajó un golazo terrible el uruguayo de La Equidad, teniendo como gran víctima al pobre Pablo Mina, único elemento medianamente rescatable de un Chicó flojísimo y que parece no haber salido de la B por su nivel de juego.
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Pero hay que volver a lo importante: a que el gol de Mier tuvo una altísima dosis de belleza porque es de esos goles olímpicos que valen la pena porque la pelota viaja hacia el segundo palo, tomando por sorpresa al arquero. Mier, que anduvo en una noche redonda -metió el segundo con un zurdazo en el que sí hubo compromiso de Mina por cuenta de su ubicación en la portería- tuvo un segundo ensayo, ya cuando él había abierto el encuentro con ese golazo. La escena fue igualita a la del 1-0: el extremo se paró delante de la pelota, tomó un par de pasos hacia atrás con el fin de lograr impulso desde la esquina, ahí, la que cierra el rectángulo en el sector que une norte y oriental. Esta vez a Mier no lo acompañó el charm y terminó siendo un córner ordinario de esos que se van por la línea de fondo y en el que los compañeros miran feo al ejecutor porque hizo subir a todo el equipo para ser protagonista de semejante ensayo infructuoso. Claro, en este caso no hubo miradas de reproche. El gol marcado antes perdonaba cualquier rapto de egoísmo.
Porque el gol olímpico genera una especie de obsesión en aquel que lo busca afanosamente: es como una de las más grandes medallas de guerra que quiere ponerse en la solapa aquel que se jacta de habilidoso. Y a veces hay futbolistas que desechando cualquier lógica, se enfrascaron en tratar de ensayar hasta obtenerlo. Uno de los que más recuerdo es Gabriel Fernández en Millonarios. Debió ser el futbolista que más veces pateó desde el córner hacia la portería y seguramente el que más veces falló en el intento en la historia del fútbol.
Gracias a Cesáreo Onzari apareció esta modalidad de gol que hace parte de una de las ejecuciones más complejas que pueda conseguir cualquier futbolista. Hay unos a los que les costó menos, como en su momento al “Cococho” Álvarez. El Cali un día se dio el gusto de hacer dos de esos en un mismo partido, contra Quilmes en la Libertadores. Recuerdo uno tremendo que marcó William Rico, delantero del Junior, a Saulo Hernández en un Pereira-Junior de 1988. Fue golazo olímpico tirado hacia el segundo palo. O aquel de Stanislas frente a De Gea en un Bournemouth-Manchester United. Ni hablar del de Juan Sebastian Verón a su tocayo Sebastien Frey en un Lazio-Verona del año 99. Y hasta a los goles olímpicos feos se les puede querer hasta la eternidad, como el que le hizo Marcos Coll a Lev Yashin.