La traquetización del Estado

“Llamar bandidos a los que piden justicia en las calles. Gritarles terroristas a aquellos que pasan hambre porque al Estado le importa un carajo su suerte, o al campesino que no tiene cómo sacar los productos de su finca, es ponerlos en la mira de los grupos armados, legales o no”: Joaquín Robles Zabala

Caso Uribe
Uribe

El problema más grande de Colombia, decía hace poco Antonio Morales en su “Café picante”, es que quien ordena y manda en todo es un ser racista, clasista, paranoico y violento. Hace tres años, Daniel Coronell aseguró en la inauguración de la maestría de periodismo de la Universidad del Norte de Barranquilla que Álvaro Uribe era el culpable del 90% de los problemas del país. Y Antonio Caballero afirmó en una de sus columnas que no es por ser uribistas que la justicia persigue a tantos uribistas, sino porque muchos uribistas son proclives a delinquir.

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Siempre he creído que el uribismo, como expresión política, es una mierda. Y lo es no solo por lo que afirmó Morales, ni por lo que haya expresado Coronell, ni por lo reafirmado por Caballero. El proyecto paramilitar que tantas desgracias le produjo al país es la suma de ese racismo, de ese clasismo, de esa paranoia y esa violencia surgida de su relación con el narcotráfico y sus peligrosos miembros. La muestra de ello es esa larga lista de exfuncionarios presos, perseguidos e investigados por la justicia, que lo acompañó durante sus nefastos ocho años de gobierno. La muestra son sus actos de corrupción vestidos de legalidad como fue el programa Agro Ingreso Seguro (AIS), sus trinos que incentivan la violencia y ordenan subrepticiamente a la Fuerza Pública disparar contra todo aquel que se manifieste en las calles. En estos deja ver su odio por la diferencia, la exacerbación de la guerra, la segregación social, la discriminación racial contra la Minga del Cauca que algunos miembros de su partido llaman de manera despectiva “indios” que no debieron salir jamás de sus resguardos.

Desde este punto de visto, tanto Morales, Coronell y Caballero se quedaron cortos en el momento de colorear a este personaje siniestro, megalómano, egoísta y mentiroso. Si la ética es sinónimo del cumplimiento de las normas, y el cumplimiento de estas inserta la aplicabilidad del bien o lo bueno, como lo define Kant, entonces estamos frente a un ser y a un partido de una perversidad sin registro en la historia de Colombia. Por lo tanto, nada de lo que venga o salga de este partido y sus miembros puede ser bueno. Si lo bueno es querer el bien para la gente, echarle plomo al que protesta no puede definirse como un acto de bondad. Si lo bueno es reducir los niveles de pobreza en un país donde sus ciudadanos no tienen para las tres comidas diarias, meterle más impuesto a los huevos, el azúcar, el chocolate, el café y otros productos de la canasta básica no puede estar en la categoría de la aplicabilidad ética.

Las normas, no lo olvidemos, están siempre en el rango de lo universal. Es decir, fueron creadas para cobijar sin excepción a cada uno de los miembros de una sociedad. Cuando estas afectan a unos más que otros no pueden ser consideradas normas en el sentido amplio de la palabra. Cuando un proyecto de ley crea exenciones para los grandes capitales y las grandes empresas y abre un hueco fiscal que debe llenar la clase medias y trabajadores con más impuestos, no puede ser considerada una ley que reposa sobre bases éticas ni busca, por supuesto, el bienestar de todos.

Lo que alcanzamos a ver hoy en Colombia con respecto a la aplicabilidad de la norma se ve reflejado también en la violación sistemática de los DD. HH. Llamar bandidos a los que piden justicia en las calles. Gritarles terroristas a aquellos que pasan hambre porque el Estado le importa un carajo su suerte, o al campesino que no tiene cómo sacar los productos de su finca, es ponerlos en la mira de los grupos armados, legales o no. Pero el asunto adquiere otros matices cuando desde el corazón del partido de gobierno una senadora, delirante por la guerra y el derramamiento de sangre, pide a gritos armar a los “ciudadanos de bien” para que se defiendan de aquellos que protestan en las calles y amenazan con destrozar su propiedad privada porque “los buenos somos más”.

Todo esto nos permite saber en dónde estamos como sociedad y hacia dónde vamos como colombianos. La traquetización de la democracia es un hecho, la narcotización del Estado también. Cuando Uribe, desde el altavoz del Twitter, grita que “si la autoridad serena, firme y con criterio social implica una masacre, es porque del otro lado hay violencia y terror más que protesta”, está no solo incentivando el asesinato de civiles desarmados, sino también diciéndonos quién manda en el platanal.

En Twitter: @joaquinroblesza

Email: robleszabala@gmail.com

(*) Docente universitario.

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