Opinión

Versiones del apocalipsis

(Por Andrés Ospina)

Ignoro si los tiempos en curso nos cambiarán. Basado en experiencias anteriores, en esa terquedad tan humana y en nuestra tendencia innata a reincidir en la insensatez, supongo que no. Aun así, son inocultables las alteraciones que estas fechas han generado en temperamentos y rutinas. La gente anda arisca, meditativa, histérica, generosa, insomne, adormilada, tacaña, claustrofóbica o claustrofílica, según el carácter y los niveles de solvencia espiritual y material de cada uno.

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La vida, lo dijo por teléfono hace poco el colega Darío Jaramillo y lo parafraseo de fuente fiable, “se nos volvió un presente continuo”. Muchísimos sufren. En particular aquellos sin techo o cuyo sustento ha quedado reducido a nada. Imperdonable minimizar semejantes tribulaciones y necesario, para entendernos como los seres cooperativos que deberíamos ser, socorrerlos, incluso en la medida de nuestras carencias e imposibilidades.

Ahora, y sin ponernos frívolos, existen cosas que le agradezco, y mucho, al confinamiento y que, debo aceptarlo con vergüenza, no guardan vínculo alguno con causas medioambientales, animalistas o planetarias, tema aquí ya tratado. En particular, atesoro la atemporalidad de borrar las diferencias entre días. Los domingos ya no me amargan como usualmente lo hacen. Aprecio el montón de dinero y de horas que ahorro al no acudir a citas personales. Pero, sobre todo, disfruto evitándome demasiadas preocupaciones por el acicalamiento o por lucir impecable ante conocidos, colegas y compañeros de labores con quienes sostengo tratos que en condiciones distintas implicarían dinámicas presenciales.

De momento tengo un uniforme ‘para entrecasa’ y otro ‘de guerra’: el primero, algo así como un conjunto íntimo, conformado por pantalón de piyama y buzo-capucha. El segundo, lo llevó sólo durante pocos minutos al día cuando salimos con Milo al parque y lo deposito, de regreso, en una bolsa sellada. En cuanto a las ‘reuniones virtuales’ ya preparé un protocolo mimético para mi estado de dejadez. Sin cambiarme el pantalón Gef encubro mi torso con camisa formal y si es preciso corbata y chaleco, aseo mis mejillas con loción astringente, afeito los bordes de la barba, disimulo la grasa capilar con cera y me lanzo al ruedo de la webcam, evitando que el encuadre exponga mis piernas o el montón de desvergüenzas en derredor.

A veces pienso que el mundo debería ser como ahora, excluidos el terror, la desprotección de tantos y la amenaza que parece rodearnos. Que podríamos trabajar y hasta estudiar a distancia y evitarnos atascar el tráfico, ensuciar el aire, calentar el planeta o verle la cara al jefe amargado o al compañero que nos detesta. Muchos piensan lo opuesto y los entiendo. Entre ellos una amiga profesora de música. Para ella cada clase virtual es una dificultad más, por el retraso que conllevan las comunicaciones vía red, lo que complica muchísimo una actividad como esa. También ciertos conocidos con hijos, a quienes las vidas personal, familiar y laboral se les fusionaron, y que, muy a su disgusto, cambian de pañales a sus críos mientras atienden a la jefe tiránica por Zoom. O esos que debido a disposición legal y sanitaria andan forzados a aguantarse la semana entera al lado del cónguye, el pariente o el roommate con el que no se toleran. A todos los entiendo y los compadezco. No son días fáciles. Y en definitiva, cada uno tiene su versión del apocalipsis o se lo toma a su manera. Hasta el otro martes.

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