Opinión

Sueños de cacerola

@elGrafomano

Eran, según me lo dijo el reloj, las 8:10 p.m. del jueves. De súbito, cuando aquella indiferencia tan típicamente nacional lo hacía lucir imposible y el desconsuelo cundía abundante, Colombia se tornó en el escenario de una valentía inédita y digna de aplausos. Inesperada y a la vez esperanzadora. Firme, aunque apacible. Sensata y al tiempo pasional.

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Sartenes de aluminio y teflón, tapas, molinillos, cucharas soperas, cuchillos mantequilleros, olletas chocolateras, y demás implementos culinarios convertidos en instrumentos de percusión transformaron estos confines en sede de una sesión espontánea y colectiva de musicoterapia y protesta. El estrépito no se ha detenido. Millones de ciudadanos continúan pronunciándose al unísono en contra de un gobierno cuyas acciones inspiran hasta al más tolerante a discordar. Antes que una manifestación, la dinámica constituye una suerte de desahogo legítimo ante los atropellos experimentados por cuenta de una administración sumida en sus terquedades, enferma de ineptitud y, aún peor, insensible.

Mi barrio, al que suponía inconsciente y arribista, rugió con voz propia… y así persiste. Hordas de vecinos salimos y continuamos saliendo unidos a sonreír y a entonar una cacofonía polifónica rebosante de sincopas, acentos, contratiempos, ostinatos, anacrusas, amalgamas, ritmias, polirritmias, isorritmias y toda suerte de figuras sonoras supuestas o por suponer. Todos ellos con mejor sentido musical y social del que mis prejuicios habrían dictaminado. Confiésome equivocado.

No es este el ruido de cañones, de cocteles explosivos, ni de ninguna otra vertiente de agresividad anidada por tradición en estos lugares. Por vez primera hemos tenido como única artillería una batería de cocina. Los más profesionales un cencerro y en algunos casos flautas, pitos, quenas, redoblantes y panderetas. Pareciera como si este Estado de ficción anduviese todo envuelto entre unas murallas de opresión, a lo Jericó. Anhelé y sigo anhelando que los decibeles resultantes contribuyan a derribarlas. Se trataba y sigue tratándose, más que de una muestra sonora de apatía, de un carnaval colectivo contra la infamia. Quizá, de esa manera, a fuerza de ruidos, podamos hacer de esta otra tierra y del entorno algo distinto.

Era preciso hablarle a quien se obstina en no oírnos. Repudiar la ineptitud del presidente en ejercicio. Señalar la táctica gubernamental de desviar el foco hacia el vandalismo aislado y, según parece, promovido por quienes pretenden desacreditar el paro a fuerza de vilezas. Clamar por la muerte de menores en combate. Lamentarnos ante tanta sangre que otrora creímos superada y que hoy vuelve a inundar por hectolitros las noticias. Expresar nuestro franco desacuerdo con aquellas políticas económicas diseñadas al acomodo de los poderosos y en perjuicio del trabajador. Con el descarado desconocimiento de unos pactos de paz avalados en pleno por instituciones del orden nacional y por países amigos. Con la putrefacción que impera con nombres propios en entidades como la Fiscalía, esta última hasta hace poco en manos de uno de los peores y más sucios elementos de cuantos han surgido de este suelo, cínico corifeo con risa de joker y lacayo de un conglomerado archimillonario y corrupto, promotor de mangualas y miserablezas. Quiera el destino que este no sea tan solo un connato transitorio de conciencia y que por una vez sepamos obstinarnos en lo justo. Nosotros, por nuestra parte, no vamos a parar de ‘cacerolear’. ¿Entendido? Hasta el otro cacerolazo. ¡Perdón!: hasta el otro martes.

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