Para serle franco, respetada Claudia, inmerso en la falacia de los sondeos electorales y pesimista como el que más, intuí inalcanzable aquello que usted, contra innumerables pronósticos, consiguió. Un acontecimiento histórico y oportuno que, pese a tantos fantasmas y fuerzas pugnando y a semejante número de intereses ruines amenazando la tranquilidad y la cordura de esta capital, tiene perfume de bálsamo.
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Varios habitantes de Bogotá concordarán en que el presente periodo ha sido un eterno padecer y una indignación continua. Una expectación constante del próximo balbuceo pronunciado por el hombre al mando. Una gastritis crónica. Un cuadro de estrés epidémico. Una espera dolorosa del siguiente exabrupto fraguado por la imaginación delirante de un talador, amante del cemento, obstinado y autócrata, resuelto a gobernar a contracorriente de las mayorías y “al capricho de sus caprichos”, antagónicos a los pronunciamientos razonables, no sólo de ciudadanos comunes, sino de expertos en movilidad, científicos, ambientalistas, demógrafos y urbanistas.
Bogotá está saturada de renders. Hastiada de canchas sintéticas. Fastidiada de la enemistad oficial con los transportes férreos y de la afinidad evidente de estos mismos con el diesel. Asqueada de ver a la institucionalidad avalando infamias. Ofendida con el publirreportaje y el autoelogio pautado. Desengañada de “impopularidades eficientes”. Agobiada de uribes, galanes y ‘turbayes’. Comprensible, pues, la motivación de quienes la eligieron. Con mayor razón al pensar que su más directo rival había hecho expreso el compromiso de dar continuidad a la esperpéntica troncal Transmilenio Séptima y al tendido de vías sobre la reserva Thomas Van Der Hammen. Sea esta, entonces, la oportunidad para suplicárselo: “por lo que más quiera y en concordancia con lo ya prometido… ¡no arruine nuestra más emblemática avenida!”.
Celebro que una mujer gobierne por vez primera la capital colombiana, que esgrima las banderas de la “no discriminación”, bien sea por género, condición socioeconómica, etnia y demás, que incluya cerros y humedales en su agenda y que, como lo evidenció en su discurso, sea consciente de los desatinos de quien la antecede. Refresca que su victoria vaya en perjuicio de dos rancios representantes de la política tradicional en la más retardataria de sus expresiones. Lo dije en su momento: si quienes poblamos Bogotá nos hubiéramos repetido eligiendo a los herederos directos del nefasto peñalosismo, mereceríamos extinguirnos y que toda la sabana fuera repoblada por una más digna estirpe de seres pensantes y con corazón.
Injusto sería omitir que un sector importante de la ciudadanía se resiste con razones sólidas a ese metro elevado ante el que usted no ha mostrado, que yo sepa, particular antipatía. Sería amigable atender los clamores de quienes, como mayoría, nos oponemos al impacto generado por una obra de esta naturaleza y a la improvisación subyacente. Ello constituiría una buena manera de acallar a quienes la tildan de escudera no confesa del alcalde deforestador. Estoy resuelto a creer que usted no lo es.
En cualquier caso… sea usted bienvenida, alcaldesa. Créanos que al parecer de bastantes —incluso de quienes manifestamos discordancias con determinados puntos del proyecto de ciudad que usted plantea— el destino la ha situado como símbolo de lo que alguna vez supusimos una esperanza irrecuperable y como la responsable de ayudarnos a construir otra Bogotá. Sólo queda aguardar lo mejor de usted e implorarle no vaya a defraudarnos. Cuente con nosotros. Hasta dentro de cuatro años.