Opinión

Al Río Grande

Cualquiera que lo vea tan colosal. Tan inabarcable. Tan rebosante de vitalidad e historias. Cualquiera que se detenga a contemplar y oír sus aguas achocolatadas precipitándose e intente perseguirlo con la mirada, lo supondría imposible de ignorar. Pero la nuestra es tierra paradójica. De aquí que aquel río contemporáneamente conocido como Magdalena, suela no ser para las mayorías nada más que un nombre desprovisto de significado… un trazado extenso y azuloso que atraviesa el mapa geopolítico nacional de abajo a arriba.

En tiempos prehispánicos llamado ‘Huaca Yo’ (río de las tumbas), ‘Yuma’ (río del pueblo vecino), ‘Arli’ (río del pez) y ‘Caripuya’ o ‘Caripuana’ (río grande), el Magdalena constituyó desde por lo menos unos diez milenios atrás hasta el comienzo del siglo XX, según registros arqueológicos fidedignos, la única vía apta para vincular al centro del país con el mar. Aunque de acuerdo con la oficialidad hispanista ‘descubierto’ al comenzar el siglo XVI por Rodrigo de Bastidas, el Magdalena arrastra con su corriente innumerables enigmas que van desde los antiquísimos petroglifos situados en el desierto de La Tatacoa hasta la cotidianidad de los cientos de miles de pescadores que durante todo este tiempo lo han tenido por hogar.

Cerca de su punto más estrecho se localizan los tesoros arqueológicos del ancestral pueblo escultor de San Agustín. Ello para no hablar de su lugar decisivo al convertirse en el mayor nexo tangible entre el Caribe y los Andes. Por el Magdalena y con destino a Honda arribaron a estos predios pianos, grandes puentes desarmados, mobiliarios, alfombras, vajillas de lujo y otro sinfín de indumentarias que, con dificultad, y gracias al entramado de embarcaciones y tripulantes —los fornidos bogas de antaño— terminaron por asentarse en el territorio nacional.

El Magdalena es un hecho poético, científico, musical, histórico y literario. Y suena a vallenatos, mapalés, torbellinos y bambucos. No resulta fortuito que una de las primeras novelas de las que se tiene noticia concebidas en territorio nacional, Manuela, tuviera en este cuerpo hídrico su principal escenario. Tampoco que el célebre hombre-caimán, aquel pescador morboso, quien se mimetizaba entre las aguas del Río Grande para ejercer su voyeurismo con impunidad deleitándose al observar a las bañistas de ocasión, se inmortalizara al hacerse canción. Lo mismo podría decirse de la piragua del Guillermo Cubillos o del Puente Pumarejo de Los Melódicos. Incluso de la colombianísima iguana de los ‘canticuentos’ que “tomaba café a la hora del té”.

Gracias al río se fabricaron champanes, vapores y piraguas. Proezas tecnológicas y vehículos que en años menos secos lo surcaban hasta conectarse con el desaparecido ferrocarril, también consecuencia directa de aquel viejo amigo que, aunque ahora maltrecho, sigue humedeciendo nuestros días. Hoy, a las 4 p.m., en Honda, Tolima, la vida me regalará el privilegio de hablar de estas cosas, simbólicas y tangibles, referentes al presente y sobre todo al porvenir de este tesoro nacional al que aún gran parte del país continúa tratando con desdén y cuya resignificación implica una urgencia antes que un embeleco ecologista-mamertoide. Una deuda por saldar ante aquellas aguas sagradas que el destino, generoso, nos puso en derredor. También un pretexto para asimilar la urgencia de volver nuestros ojos hacia esta fuente de vida, a la que muchos en sus prejuicios reducen a un ‘zancudero’ donde el aire hierve. Hasta el otro martes.

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