Bogotá lleva toda la vida siendo la misma. Es cierto que ya no es una aldea y que la gente anda en Transmilenio y no a lomo de mula, pero en el fondo no ha cambiado. La ciudad era una en los 90, cuando llegué, y otra en la primera década del siglo XXI. Los cambios eran evidentes: los andenes dejaron de estar llenos de carros y la Caracas ya no era ese lugar hostil, miedoso y sucio. Una década después los cambios se siguieron notando, pero para mal, lo que quiere decir que las mejoras fueron más de maquillaje que estructurales. La percepción es que Bogotá volvió a ser caótica, sucia e insegura, y esas obras que se lograron a hacer se rompieron, literal. No importa cuántas veces las reparen, hoy las calles y andenes de la ciudad están rotos, son trampas mortales.
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Además, tenemos pico y placa y no carecemos de metro, lo que constituye dos derrotas en una. Perdimos contra la movilidad, que es una de las necesidades básicas de cualquier ciudad grande. De hecho, Bogotá es solo eso, una ciudad grande, que no es lo mismo que ser una gran ciudad. Tendrá edificios y puentes y avenidas, como cualquier otra, pero no hay nada en ella que se destaque; su único impacto es que tiene muchos habitantes.
No quiero especialmente a Bogotá, tampoco la odio, solo que es el sitio donde me parece más conveniente vivir porque vivimos en un país centralizado. No quiero a Bogotá como tampoco quiero a Barranquilla solo porque haya nacido allí, porque simplemente no desarrollo amor por lugares geográficos; creo que son solo lugares donde uno existe. El otro día una amiga que había vuelto a Colombia después de vivir varios años por fuera dijo que Toronto era una mierda; lo dudo. No la conozco, pero debe ser una ciudad maravillosa. Cuestiones prácticas a un lado, el estado de las ciudades es en realidad el estado de nuestra alma. Si usted está bien consigo mismo puede ser feliz en Bogotá, en Toronto o en Chiriguaná; si es desdichado, lo será hasta en el penthouse más caro y lujoso de Nueva York.
Pero Bogotá no está en los extremos, no es Nueva York ni Chiriguaná, más bien se la pasa navegando en aguas tibias. Y no culpo a sus gobernantes, nos culpo a nosotros, sus ciudadanos. Salvo Mockus y Samuel Moreno, que destacaron uno por bueno y otro por muy malo, parece que el alcalde no hiciera mayor diferencia, nos la pasamos eligiendo gobernantes cualquier cosa. Eso lo entendí con retroactividad, después de que ciertos sectores de la prensa y de la opinión pública quisieran hacer ver el gobierno de Petro como un desastre. Llegó Peñalosa y la sensación es igual, ni avanzamos ni retrocedemos, solo vamos dando botes a través de los años. La misma delincuencia, los mismos trancones, las mismas propuestas renovadoras que no acaban de cuajar, las mismas obras maquilladas o inconclusas. Un alcalde acierta en unas cosas y fallan en otras, luego se monta otro que hace lo contrario a su predecesor, y así nos las pasamos.
Cuando vivía en Barranquilla soñaba con la capital, o más bien con la idea de irme a un sitio más grande y con mejor clima. Y no es que Bogotá tenga necesariamente mejor clima que mi ciudad natal, pero al menos no me iba a derretir cada vez que caminara tres cuadras. Hoy mi profesión me obliga a estar acá, pero es mi deseo irme en algún momento, no de vuelta a Barranquilla, sino a una ciudad intermedia donde se puede echar siesta, ir a pie al trabajo y poder sentarse a hablar en el patio de la casa sin congelarse. La mayor parte de Colombia se ajusta a la descripción que acabo de hacer, y sin embargo nosotros insistimos en apeñuscarnos aquí y no hacer de esta ciudad un lugar vivible.