Opinión

Renderlandia

Entendemos por renders aquellos simulacros gráficos construidos digitalmente con el propósito de representar futuras obras arquitectónicas o urbanísticas, de vivienda o infraestructura. Son esas coloridas animaciones 3D proyectadas en salas de ventas, sobre monitores LCD, HD o vía internet. Su principal función estriba en ofrecer y vender al ciudadano o al potencial comprador una idea cercana a lo que habrá de ser un próximo edificio, un puente en gestación o una venidera ‘renovación urbana’, emprendimientos que, sobra mencionarlo, casi nunca terminan por trascender el plano virtual.

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Hará unos treintaicinco años, poco o nada se hablaba de renders. Se usaban, sí, maquetas, casi siempre recubiertas por una cúpula de vinilo, transparente, dispuesta con el objeto de proteger el entorno en miniatura que allí dentro se proponía, como la promesa de un espacio próximo. Uno aún inexistente, pero ya contemplado por la mente de gobernantes o inversionistas y casi dado por seguro. Un universo en miniatura, alegre y monumental, condensado en unos pocos centímetros de cartón, pegamento y plástico, plagado de arbolitos, de pastico, de gentecita, de carritos, de callecitas, de puentecitos, de riachuelitos y de otras cositas, todas en ‘diminutivito’.

Extintas las maquetas, de seguro más costosas y menos prácticas, “lo de hoy” son los renders. A cambio de la belleza artesanal de sus antecesoras, estos últimos ofrecen mayor versatilidad. Pueden insertárseles imágenes de modelos robotizados degustando un escocés al anochecer desde el balcón de su apartamento nuevo, con vista privilegiada al occidente de la ciudad. También dotárseles de lagos, ventanales, campos de golf y vistosas estaciones de metro elevado erigidas sobre una apacible y cívica avenida Caracas en cuyas estaciones de tren levadizo los niños juguetean plácidos, globos en mano.

Pese a su cualidad de alucinaciones urbanísticas y a su comprobado potencial como herramientas tecnológicas al servicio del engaño, los renders dan empleo a innumerables profesionales de las artes digitales y sirven, quizá, como placebo que alivia el dolor de una ciudadanía timada. Por demás… ofrecen temáticas de conversación inocuas en redes sociales y favorecen confrontaciones públicas inútiles respecto a un sinnúmero de proyectos cuya vasta mayoría, está claro, no trascenderá. Pero, además, dan alas a la imaginación, a la credulidad o a la suspicacia de ciudadanos, interventores y contratistas.

Lo anterior me ha conducido a considerar consecuente erigir a Bogotá como epicentro universal del render. En primer término, porque sin duda Bogotá es más render que ciudad. ¿Las razones? En versión render la capital colombiana luce fotogénica, descongestionada, arborizada y amable. En Renderlandia todo cabe y parece posible, cosmopolita y respirable. Quienes no lo crean, bien pueden revisar los renders levantados en representación de lo que se supone será un desinfectado río Bogotá, o los correspondientes a la troncal TransMilenio Séptima, tan urbanos y peñalosistas. ¡Hasta parecen convenientes!

Supongo, eso sí, que los habitantes de Bogotá en pleno preferiríamos menos renders y más acciones. Más ejecutores y menos políticos con cara de render. Entonces comienzo a disgustarme ante la inoperancia y la mentira ejercidas con el debido descaro por quienes soportan sus delirios infraestructurales mediante ilusiones ópticas y trucos audiovisuales. Me contengo luego y lo pienso mejor: tal vez no sea culpa de nuestra dirigencia ni de los ingenieros locales. Probablemente, en efecto, el alma se nos ha venido renderizando hasta resignarnos a vivir de espejismos antes que de hechos. Hasta el otro martes.

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