–Juegan Millonarios y Deportivo Cali en El Campín a las 5:30 p.m., en 2009. Un grupo de idiotas lanza piedras contra el bus del Cali y se rompe un vidrio. Una esquirla alcanza en un ojo a Juan Guillermo Domínguez y ningún futbolista del visitante quiere jugar. Después de muchas especulaciones, el partido termina disputándose en un clima de anormalidad indisimulable.
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–A manera de presión, varios cretinos emprenden sus ataques contra el bus de Millonarios que se desplazaba por Medellín para salir al campo y verse la cara con Atlético Nacional, el rival enconado de los años recientes en la final de la Copa Colombia de 2013. De pronto, estruendos y miedo: lluvia de piedras y disparos con balines que alcanzaron a abrir la estructura. Semejante ataque solamente podía solucionarse con una decisión: la suspensión del encuentro. Pero no. Un rato después, los 11 titulares de Hernán Torres tuvieron que saltar a la grama del Atanasio Girardot, aunque la situación ameritaba otra cosa, un rasgo de sentido común. No hubo. No existió, más allá de que Candelo, Cadavid y Rentería sufrieron heridas.
–La Selección colombiana dirigida por Francisco Maturana tiene el reto más grande de su historia: buscar un buen resultado frente a los argentinos en condición de visitante para poder clasificar al Mundial de Estados Unidos en 1994. Una turba de tarados acaba con piedra la resistencia de casi todas las ventanas del bus. Más allá de semejante agresión, igual deben jugar como estaba preestablecido.
–Togo recibe balazos yendo a jugar la Copa Africana de Naciones en Angola y asesinan a tres miembros de su delegación. Los que mandan dijeron: “Juegan o los sancionamos”, apuntándolos con un revólver porque había que seguir con el show. Ellos no quisieron y los sacaron dos años de la competición, más una multa económica. Claro, el torneo continuó.
–River y Boca disputan la cacareada final del mundo y casi es fin del mundo. Porque por cuenta del gordito de gorra roja –otro ser rebosante de idiotez– que lanzó un objeto con la única motivación de hacerle daño a alguien –ojalá jugador de Boca Juniors–, un piedrazo impactó el bus y la esquirla se fue al ojo de Pablo Pérez, capitán del xeneize. Pero está Infantino –ese conehead que preside la Fifa– metiendo presión. El impresentable, que encabeza una entidad muy cuestionada, dijo con tono de explotador: “Quiero un responsable de esto, pero el partido se tiene que jugar”. Y la prensa, en sus transmisiones plagadas de especulaciones, decía que en Boca no dejaron que los médicos de la Conmebol revisaran a los heridos en un ejercicio de profunda pobreza adivinatoria, leyendo a medias un comunicado oficial y dedicándose a la adivinación, ejercicio vergonzoso para la profesión.
No tenían que perder el ojo Pérez y Lamardo para que se dejara de jugar, ni mucho menos tener diez certificados médicos a la mano para saber que todo se había muerto antes de nacer. Luego de cuatro horas de bochorno, se acudió a un plan C que debió ser el A: la Conmebol decidió suspender el juego a regañadientes. No por Pérez; era el que menos interesaba en todo esto, igual que los demás agredidos –como poco interesó en su momento Ronaldo en la final del 98 y tantos otros–. Se suspendió porque el entorno se hizo insostenible, incluso más allá del valor del negocio. Conmebol quería seguir; Fifa quería seguir.
Los que dijeron que no iban a jugar fueron River y Boca porque era lógico.