El que nace de un club se queda así, no importa que haya escogido el típico equipo que jamás le dará una sola satisfacción o que en el curso del colegio él tenga el peso de ser el único defensor de un color determinado y poco popular. Es decir, en ningún caso es permitido por las leyes no escritas del fútbol darle la espalda al primer amor futbolístico y abandonarlo por otro. Pero hay excepciones.
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Los tiempos o las circunstancias llevan a tener que atenuar el amor infinito que tiene un fanático sobre su propia escuadra. A veces incluso negarlo. Contaban algunos hinchas argentinos en 1988 y que fueron desde Rosario a Montevideo para ver la final de Copa Libertadores entre Nacional y Newell’s Old Boys que, ante el clima hostil de ciertos sectores de las tribunas, a varios de ellos les tocó abandonar las graderías del estadio Centenario envueltos en la tristeza de ver cómo su Newell’s había perdido sin atenuantes 3-0 aquel partido de vuelta de esa gran final.
Y también les tocó irse envueltos en las banderas de su rival, del que los acababa de humillar en el campo. Esa apostasía temporal tuvo que darse en contra de la voluntad de los pobres implicados.
Es que se trataba de una cuestión de supervivencia porque eran tal las complicaciones de seguridad en medio de la algarabía que fanáticos del sangre y luto debieron buscar alguna bandera tricolor o un gorrito y salir con ese disfraz puesto y llorando de tristeza, pero exhibiendo el llanto como si fuera de alegría.
¡Qué difícil encarar semejante situación! Alguna vez, Santiago Segura en cine pudo plasmar muy bien esa clase de sensación: es cuando José Luis Torrente, aquel detective sucio y corrupto, va tambaleando por una calle enfundado en una bandera del Atlético Madrid afirmando que por su club daría la vida. Todo muy romántico hasta que por la misma calle, van caminando una veintena de hinchas del Real Madrid y Torrente, por miedo, decide botar la bufanda a una alcantarilla antes de que lo pille la facción merengue que canta sin descanso y que no quiere encontrarse en su camino algún idiota colchonero.
Pero, y aunque parezca raro, se puede adorar a un tránsfuga futbolístico. El mejor de todos los tiempos ya no está y de hecho el pasado 9 de agosto se conmemoraron 30 años de su partida y él es la inspiración de este escrito. Cambió de equipo tres veces en menos de un minuto: primero dijo que era hincha de las Chivas. Después afirmó categóricamente que el América movía su corazón y finalmente se fue por los lados del Monterrey, con la única excusa de que su verdugo económico no le cobrara la renta. Era don Ramón –Ramón Valdés, uno de los más grandes cómicos de la historia–, en aquel capítulo del Chavo del Ocho en el que le hace barra al Monterrey para gambetear sus acreencias con el señor Barriga. No hubo tipo que renunciara de forma más descarada a sus sentimientos, pero tampoco hubo forma de no justificarlo y de quererlo. Igual, todos sabíamos muy en el fondo que él solamente le iba al Necaxa.