Toda historia tiene al menos dos versiones, todo lo que vemos tiene al menos dos puntos de vista, y entre esa constante dualidad interactuamos con la vida tratando de encontrar nuestro camino, de entender lo que a nosotros llega y hacernos entender a la hora de transmitir lo que pensamos, decimos y sentimos (que pueden ser claramente tres cosas totalmente diferentes en una misma situación).
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Hay una diferencia sustancial entre mirar, ver y sentir, y si bien todo puede estar encadenado como parte de un mismo fin, quedarnos tan solo con uno o dos de estos evitará que podamos apreciar en su totalidad aquello que tenemos frente a nosotros.
Podríamos, por ejemplo, mirar por horas un cuadro, y pensar que son un montón de líneas y colores en un lienzo. O tal vez tener la mente un poco más abierta para ver más allá de lo obvio y tratar de entender las texturas, el balance de los colores y la manera en la que el artista trataba de capturar la luz. Incluso, dar un paso más allá y sentir todo lo que pueda transmitir eso que anteriormente mencionaba. Y aunque recorramos esos tres pasos y logremos emocionarnos con esa obra de arte, ver los detalles del trabajo y sentir la calidez y vibración de las emociones expresadas con la luz y el color allí contenidos no necesariamente serán los mismos que el artista quiso compartir o los que tenía en su interior a la hora de hacerla.
Y ese precisamente es el punto, jamás podremos ser dueños de la verdad completa o tener el 100% de la razón, pensar que puede ser así no es otra cosa que una manera de engañarnos a nosotros mismos a través de un arrogante ego que trata de confundirnos –y aunque nos pasa a todos, hay gente que, en serio, se pasa–. Pero aun cuando esto sea así, la mejor manera de tener una aproximación a la realidad es tratar de ver aquello que no es evidente y permitir que sea nuestro corazón quien vea, y no solo que nuestros ojos miren o nuestra mente juzgue.
Los gestos, momentos y actitudes más valiosos que la vida nos presenta pasan habitualmente inadvertidos, porque muchas veces no estamos preparados para ver más allá de nuestro orgullo, porque queremos dominar y controlar todo, no aceptamos algo que sea diferente a la idea preconcebida que tenemos, y de esta manera vemos las cosas como somos, y no necesariamente como son.
Muchas veces es necesario cerrar los ojos y abrir la mente, conectar nuestras emociones y dejar de lado las razones, con el fin de apreciar realmente lo que tenemos y, mejor aún, lograr visualizar con claridad todo lo que podríamos llegar a ser.
Hagamos el ejercicio, tratemos de ir más allá de lo básico y obvio, de ver con detenimiento, sin juzgar, sin etiquetar, solo con la intención de apreciar, de forma tal que podamos generar una mejor y mayor empatía con todo lo que nos rodea y con quienes interactuamos; tratemos de no quedarnos anclados con una sola versión de la historia, ya que muchas veces ni está completa ni es la única, de modo que cuando llegue el momento de tomar una decisión o dar nuestra opinión, estén basadas en un criterio balanceado y no en un juicio amañado por nuestro ego y nublado por nuestra falta de visión.