El cine y el fútbol tienen un gran punto en común: son más los huesos que los clásicos inolvidables. Y a partir de esa mecánica ya, de entrada, uno –tanto en cine como en fútbol– sabe cómo va a estar el menú con cinco minutos de partido o de película –claro, a veces hay sorpresas–. E igual uno siempre se va a quedar ahí mirando sin importar que todo lo que esté entrando a la retina no sea una belleza, sino más bien una nube de arena que hace que los ojos lloren como si los estuvieran frotando con un esmeril.
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Pero se disfruta y mucho, aunque el partido haga dar gritos y caminar con más frecuencia hacia la nevera para tanquear. Uno se queda, nunca se va. Digo uno, porque quien escribe tiene problemas serios con eso de dejar la mitad del plato servido: un juego de fútbol hay que vérselo completo. Las licencias hacen que, si el bodrio es insoportable, valga una pequeña siesta involuntaria en medio de un juego anodino. Pero hay que verlo hasta el final. Como con la comida, no hay que levantarse de la mesa sin acabar.
Y en esas estaba cuando decidí meterle diente al partido Rionegro Águilas vs. Deportivo Pasto. La promesa inicial de venta no resultaba tan suculenta, pero yo soy capaz de darme ánimo suficiente y convencerme de que esa decisión, la de no salir a la calle aunque el sol alumbre como pocas veces y que el bouquet de las flores puede esperar ante ese platillo futbolístico, es la correcta. Pasto contrató casi 20 nuevos jugadores, Rionegro es una incógnita y lo dirige Hernán Torres… con esas dos razones al frente cualquier flor se marchita y el sol se vuelve peligroso por cuenta de los rayos ultravioleta. Es mejor quedarse en casa.
Pero, y como lo dicta el inicio de este texto, a los cinco minutos usted ya sabe cómo va a ser la cosa: Rionegro atacando desordenado y Pasto muy quedado en la cancha, como si en vez de casi 20 refuerzos tuviera 20 bajas. El partido no era bueno. Pero para nada bueno. Y nadie en la cancha quería pensar en aquellos que cambiamos la tarde sabatina a la intemperie por ellos.
Hinestroza, Fredy, el mismo que anduvo por España y México, tuvo algo de piedad. Estaba encerrado por dos marcadores pastusos y nadie se le acercaba para ayudarlo. Fue entonces cuando decidió atrapar el balón entre sus tobillos y levantarlo por los aires para burlar a sus adversarios: le dio al buen Hinestroza por lanzar una bicicleta, uno de los actos más escasos vistos en los campos de fútbol. Casi la concreta. Le faltó muy poco porque el balón terminó siendo interceptado por algún rival, pero con ese intento, con ese simulacro, Hinestroza nos dio vida a los que seguimos sumando domingo a domingo motivos y excusas para que nadie conspire contra lo imposible: ver Rionegro vs. Pasto, en vez de salir a soplar un diente de león y ver cómo sus delgados mechones desaparecen con el viento.