Gonzalo Jiménez de Quesada ya no sentía ni su respiración, todos sus músculos se habían vuelto de piedra. Aquel conquistador de antaño, idolatrado por unos y maldecido por otros, ya no era más que una piel leprosa que se arrepentía de mil y un pecados, pero sobre todo, de no haber tenido hijos
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- Ni El Dorado se compara con el legado de un hijo-, pensó amargamente.
- Tuviste una hija- contestó una voz que no lo inmutó, pues no tenía fuerzas siquiera para sorprenderse-. Sufrirá epidemias, la tomarán a la fuerza, la quemarán y desgarrarán. Sin embargo, será tan fuerte como un águila, tan bella como una orquídea y alcanzará las estrellas.
Y Gonzalo murió, no sin antes lograr esbozar una sonrisa.
Aquella hija- llamada Bogotá-, creció huérfana, zarandeada entre pretendientes inescrupulosos y amantes de fuerza aplastante. Carlos I de España fue el primero en dar su declaración de amor, al coronarla capital del Nuevo Reino de Granada, y a partir de ese momento, quién no se rendiría ante tan renombrada dama. Oleadas de enamorados se rindieron ante ella, y uno a uno fueron cayendo. Simón de Soza, Juan de Esparza, Alonso López Hidalgo…Todos se prendaron de la dama de pies dorados, y todos murieron, obligándola a llorar cada vez que los sobrevivía. Hay quienes dicen que fueron más de cincuenta hombres los que le regalaron algún pañuelo, rosa o hasta un beso; quienes así lo creen, también dicen que Bogotá era hechicera. Practicaba artes oscuras, leía libros prohibidos, robaba las joyas que embellecían a las demás mujeres, las derretía y se bañaba en ellas para conservar su belleza. No podía ser de otra forma, ninguna mujer podía mantenerse hermosa a lo largo de tantos años, rompiendo tantos corazones y dejando a tantas mujeres solteronas.
Las habladurías se intensificaron cuando los hombres tomaron las armas con tal de quedarse con ella. En la Plaza de San Victorino, Antonio Nariño retó en combate singular a Antonio Baraya. La osada mirada que se dirigieron antes de empezar el combate era la perfección de la locura, y su combate, la cúspide de la pasión. El primero en asestar un golpe con su espadín fue Baraya, pero pronto fue acorralado por un Antonio Nariño cuya osadía parecía otorgada por una fuerza divina. Una tocada en las costillas, otra en la pierna, una última en el pecho, y el corazón de Baraya dejó de latir por Bogotá. Hoy en día, en las noches aún se logran escuchar los susurros de un corazón que pasea por las calles de San Victorino. Dicen que está condenado a agonizar eternamente, y si presencia un alma no correspondida, se la lleva con él para impedir su sufrimiento.
Sin embargo, la dicha de Nariño no duró mucho. Si debía quemar todo a su paso, dejar mujeres viudas, niños huérfanos y padres sobreviviendo a sus hijos, Pablo Morillo lo aceptaría con tal de abrazar a la dama de pies dorados. En efecto, así lo hizo, cerrando los ojos de José María Carbonell, Jorge Tadeo Lozano, Camilo Francisco José de Caldas y muchos más a su paso.
Pero él también murió poco tiempo después- “¡¿No te avergüenzas?!”-, le decían a Bogotá por las calles-. “Ya existe un camposanto en honor a todos los hombres que han muerto por ti!, “de seguro habrá un lugar especial para ti en el infierno”, “bruja”, “hechicera”-. Y Bogotá lo soportaba año a año, siglo a siglo. Se refugiaba en los cantos de los pájaros que sobrevolaban el Parque Nacional, en las aguas del río San Francisco y bajo las estrellas de Monserrate. Dado que no encontraba compasión en los humanos, las piedras y los muros cobraron vida para reconfortarla. Las gárgolas de la Iglesia de Lourdes le ofrecían protección, el Observatorio le prestaba su vista para que se perdiera en otras galaxias, y el Convento de San Agustín le cantaba salmos.
Así, entre cánticos, con la mente en otros planetas y escondida bajo alas de piedra, Bogotá llegó a la adultez, teniendo tantos hijos como amantes. Algunos afirmaron que no tenía más de un hijo con cada hombre con el que yacía, otros insistieron en que concebía luego que el Convento cantara salmos, e incluso hubo quien creyó que, como regalo, el Observatorio le había obsequiado un hombre de otro mundo, tan perenne como ella para estar a su altura. Tristemente, que los padres fueran unos u otros no importó, pues sus hijos no vieron mejores días.
Entre ellos vivió Jorge Eliecer, un hombre que vivía en las nubes, creía posible que todos tuvieran el pan de cada día, un fuego para calentar el alma y una tierra propia donde vivir.
- Ya verá- afirmaba con la convicción de un chiquillo cada vez que alguien le refutaba-. Ya verá que lo lograré.
Uno de sus hermanos, Juan Sierra, lo mató para salvarlo de ilusiones banales, y el resto de la familia bogotana lo salvó a él de presenciar la putrefacción que de pronto carcomió su espíritu.
- …Madre…-, balbuceó con cada golpe enfurecido que le propinaban, pero no obtenía respuesta.
- …Madre…-, volvió a insistir cuando la imagen de Jorge Eliecer con un tiro en la nuca le dolía más que el linchamiento que le adormecía los huesos, pero siguió sin obtener respuesta.
- …Madre…- alcanzó a musitar antes de cerrarle los ojos a la vida, y lo último que vio fue el grito de dolor que partía a su madre en dos, envuelta en lenguas de fuego. Juan Sierra no vivió con la culpa de ser un fratricida, pero sí murió con la maldición que sólo puede ser impuesta por el desconsuelo de una madre.
Se acabó tanto chismorreo. La vieja de harapos humeantes y rostro chamuscado que ahora vagaba como un alma en pena no podía ser la misma dama de pies dorados. No había artes oscuras o baños en joyas derretidas, solo una mujer excepcionalmente impermeable al irresistible paso del tiempo. Los ciudadanos no podían imaginarse cómo se mantenía después de tanto sufrimiento, pero todavía caminaba entre ellos, día a día, año a año. A veces maldecía a las gárgolas, o despotricaba de los salmos, o gritaba a los cielos llamando a seres inexistentes, pero todavía caminaba entre ellos, día a día, año a año.
Un 6 de diciembre sus plegarias fueron escuchadas. Aquel día, fuera del Palacio de Justicia corrían ríos de sangre que reflejaban el cielo del atardecer. Dentro, Alfonso Reyes Echandía agradecía agonizar boca arriba, incapaz de moverse. Mientras las balas del ejército y el M-19 tronaban, rasgando el cielo con su nefasto retumbar, Alfonso tenía la vista fija en una diosa Temis que jaspeaba el techo del Palacio. Cuando trabajaba, le gustaba imaginar de qué color serían los ojos que se escondían detrás de su venda. A veces, se los imaginaba color mar profundo, en otras ocasiones se los imaginaba como dos grandes esmeraldas, y otros días prefería el color miel, con una pizca de dulzura. Debió morir resignado a dejar el Palacio y sus sueños de justicia sin conocer aquellos ojos, y con su último aliento, la pintura de Temis pareció afligirse. La venda que tapaba sus ojos no pudo contener la lágrima que resbaló por su mejilla y cayó en la balanza que llevaba en la mano derecha. Fue una única lágrima, una única gota… pero con la fuerza suficiente para doblegar su intransigencia e inclinarla a un lado.
A Alfonso le han seguido líderes sindicales y políticos, periodistas intrépidos, artistas sin límites sindicales… Uno a uno llegan y se van, llegan y se van. Uno a uno, Bogotá los acuna y los despide, los acuna y los despide. Su nana da saltitos por las calles empedradas de La Calendaria, baja chapoteando por el eje ambiental y aterriza en la Plaza de Bolívar. El cántico vuelve a escucharse por las ruinas del Puente de San Antonio y se eleva hasta llegar a los cerros orientales. Las alamedas del norte suspiran cuando la ven llegar, y finalmente, la canción reposa sobre sus hijos.
Ellos la escuchan como una parte esencial de su vida. Después de tantos años, para muchos se ha convertido en un murmullo imperceptible, una presencia intangible que los enfunda y los protege. Pero no son hijos desagradecidos, no. Existen ocasiones en que, deambulando por la calle 26, purgando sus amores y desamores sobre sus brazos como si fueran muros, o simplemente tomando un café, la recuerdan con cariño.
Cuando ello ocurre, los harapos humeantes son reemplazados por un vestido de seda y una capa de orquídeas que le cuelga de los hombros. Cuando ello ocurre, su piel chamuscada se torna diáfana, pura, inmaculada. Cuando ello ocurre, vuelve la dama de pies dorados.
Y así, podría seguir escribiendo palabras y palabras, pero Bogotá no me cabría en estas 1.446 palabras, mucho menos en 100. No obstante, el jueves pasado se celebró la premiación del concurso “Bogotá en Cien Palabras”. De 9.141 participantes, hubo un ganador, tres menciones de honor y 100 cuentos que serán publicados. En un país donde se lee tan poco y se escribe aun menos, esto me escandalizó ¿Permitirán que 9.041 obras literarias se releguen olvido? ¿Permitirán que 9.041 potenciales escritores dejen de lado cien palabras que, una a una, les nació del alma?
Si pudiera volcar la mirada a la lejana época en que Bogotá tuvo mil y un amantes. Si pudiera recorrer los años y leer en poemas antiguos cómo evocaban el milagro de esta ciudad a pesar de sí misma. Si pudiera perderme en versos más altivos, insondables o celestes, mi determinación no cambiaría. Por lo tanto, éste es mi pequeño homenaje a aquellos 9.041 cuentos que, con su voz, cantan a dúo con la dama de pies dorados.