Sumo

“El sumo es un deporte con reglas más o menos básicas. Está muy atado a un rito que recoge aires de la religión/filosofía sintoísta. No solo se reduce al forcejeo de dos combatientes de dimensiones mastodónticas”: Camilo Sánchez.

Propongo dejar de lado, por un momento, las nebulosas historias y malabares financieros del expresidente de la Federación Colombiana de Fútbol Luis Bedoya, que han ido saliendo a cuenta gotas y lo enganchan incluso con la trama para la elección de Qatar como país sede del mundial de 2022. Demos, mejor, un salto hasta Japón. Y asomémonos a las puertas de un lujoso bar/restaurante en la ciudad costera de Tottori, al oeste del país, donde a finales del mes pasado se celebraba, como cada otoño, un torneo del ancestral deporte nacional: el sumo.

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Aquella noche del 25 de octubre, se encontraban reunidos personajes ya frecuentes en el mundo de los combates. Luchadores, entrenadores, conocidos dentro de la jerga como maestros de establo, jóvenes aspirantes o viejos seguidores que tienen sus maneras a la hora de beber trago. En una mesa se hallaba el luchador mongol de 27 años y 150 kilos de peso Takanoiwa Yoshimira, quien, según los informes recogidos por la policía, revisaba su smartphone cuando su compatriota Harumafuji, luchador élite de 33 años, se acercó para sacarle en cara su presunta actitud displicente. Sobre lo que viene a continuación no hay una versión definitiva aún, pero toda la nación sigue atenta al desenlace.

El sumo es un deporte con reglas más o menos básicas. Está muy atado a un rito que recoge aires de la religión/filosofía sintoísta (la más arraigada en las islas). No solo se reduce al forcejeo de dos combatientes de dimensiones mastodónticas tratando de derribarse o sacar al contrincante a empellones de un ring circular. Es, además, una tradición donde convergen valores muy enraizados en la sociedad japonesa como el honor, la lealtad, el sacrificio, el respeto o la obediencia. Pero desde hace unas décadas el halo dorado se ha ido desdibujando. Me refiero a escándalos de corrupción, amaños de peleas, una dudosa cercanía de ciertos organizadores con la mafia (yakuza) y sobre todo ciertas tradiciones violentas en la formación de los luchadores principiantes. Un joven de 17 años murió en 2007 tras querer abandonar la monótona y absurda disciplina de los recios establos o centros de entrenamiento en los que son internados. Tres compañeros lo molieron a golpes bajo la mirada cómplice de su entrenador. Desde entonces, muchos pensaron que ya nada sería lo mismo.

Por eso, el caso del pasado 25 de octubre tiene matices de una lección no aprendida. Retomemos el relato. Algunas versiones indican que el experimentado Harumafuji desportilló una botella de cerveza contra la cabeza del luchador de rango menor Takanoiwa. Otras apuntan a que en realidad utilizó el micrófono o el control remoto del karaoke. Hay total acuerdo en que le estampó al menos 30 golpes propulsados por sus casi 140 kilos de inmensidad mientras su víctima apenas trataba de cubrirse para luego olvidar, debido a las contusiones en la cabeza, casi todo lo que había sucedido.

La noticia tardó en salir a la luz. Solo hasta el 12 de noviembre se destapó el escándalo. El papel, algo tibio, de la Federación Japonesa de Sumo, ha sido puesto en entredicho. No sobra anotar que el agresor ostenta la posición de yokozuna, o gran campeón, la más alta dentro de la jerarquía, y se espera de él un comportamiento ejemplar. Impoluto. Un editorial del diario conservador Yomiuri Shimbun, el más grande del país, lo sintetiza así: “Su labor primordial como yokozuna es hacer las veces de ejemplo en el ring de sumo para los luchadores más jóvenes, y desplegar toda su fuerza para así inspirarlos a trabajar más duro”.

Se especula que la carrera de Harumafuji, quien al margen de su trayectoria como deportista es diplomado en derecho y dicen que cuenta con notables habilidades para el dibujo, debería llegar a su fin. El maestro de establo de la víctima ha vociferado que llevará el caso a los tribunales. Entre tanto, diversos comentaristas de diarios nipones, como The Japan Times, han planteado la urgencia de romper con ciertas costumbres de este deporte milenario, al que un columnista describía como un mundo “darwiniano y violento”.

Esta historia continuará. Lo prometo. Como también continuarán las revelaciones de Bedoya en Nueva York, o las denuncias contra dirigentes deportivos, aquí y allá, que de la corrupción saltan quizás a acusaciones sobre abuso sexual o malversación de fondos públicos para sostener promesas de juegos olímpicos, bien sea de invierno o de verano. Ahora bien, mientras este espacio dure, también prometo hablar de historias como la anterior, de improbable interés para editores de Internacional. Historias, que por más lejanas e incluso algo extravagantes parezcan, también suelen llevar entre líneas alguna pista sobre los lazos que acercan un bar de las lejanas costas japonesas con los movimientos en una destartalada Bogotá.

Por: Camilo Sánchez / Twitter: @CamilSanc

 

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