Opinión

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Las caras unidas y felices, y los cánticos a todo pulmón. Todos los uniformados de verde se habían montado al charter pensando en que solamente faltaban un par de partidos para poder pensar en el sueño que parecía imposible, porque Chapecoense estaba lejos de ser un grande de Suramérica. Su arribo a la final estaba más relacionado con las hazañas que pasan de vez en cuando con algunos clubes a los que el destino les empieza a armar un camino favorable para que, pase lo que pase, puedan tomar algo de ese cáliz que solamente pueden tomar los clubes grandes. Ya en la Sudamericana se vivió un escenario similar hacía varios años: Cienciano de Cusco, débil y simplemente armado con la altura de su ciudad y con la lucha de un colectivo no tan brillante, pero imposible de doblegar, terminó venciendo a River Plate en dos finales increíbles.

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Era volver a ver esa película con final feliz. Final que estaba cerca sin que se recordara tanto el comienzo de todo: el inicio de la leyenda se dio ante Cuiabá, en un duelo anodino, típico de comienzos de Sudamericana, donde el ripio abunda mientras se filtran los equipos. Y Chapecoense perdió en el debut ante Cuiabá, en el enfrentamiento de equipos del mismo país. Fue 1-0 con gol de Dakson. Seguramente de no haber ocurrido lo que pasó, después sería difícil sentarse a escribir una columna con la referencia a este juego.

La vuelta dio para cambiar esencialmente el panorama de la eliminación inicial y transformarlo en alegría. En el continente tal vez era más atractivo seguir lo que pasaba entre Estudiantes y Belgrano, Banfield-San Lorenzo o Bolívar y Atlético Nacional, mientras tanto Chapecoense, apenas seguido de su hinchada, vencía a Cuiabá 3-1 para llegar a octavos de final y chocar con Independiente.

Y a la hora de hacer un balance, Chapecoense luchó siempre en medio de la sombra: después de ese triunfo, solamente pudo vencer al Junior de Barranquilla en las siguientes fases de duelos de enfrentamientos directos. Fue un 3-0 sin piedad en medio de un aguacero feroz. Pero ante Independiente y San Lorenzo el arribo a fases posteriores fue a pura resistencia y a puro empate. Los penales y las atajadas de Danilo le bastaban para conseguir sus objetivos.

Hace un año, los muchachos de Chapecoense empezaron a subir la corta escalinata hacia el Avro RJ-85. Ahí, en la puerta, los esperaba Manuel Quiroga, capitán de la nave, saludándolos con cariño y deseándoles la victoria. Quiroga, el mismo que sabía que ante cualquier emergencia el vuelo no contaría con combustible para sortear el imponderable, pero que estaba tranquilo porque en sus múltiples trayectos jamás había pasado nada.

Hasta ese 28 de noviembre, cuando el vuelo 2933 de Lamia entró a la historia negra del fútbol.

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