Llamamos empatía a la facultad de percibir sentimientos, intereses o padecimientos ajenos y solidarizarnos. Tal característica es considerada por expertos como base para la sostenibilidad de nuestra especie. Por demás, hay mercadotecnistas y demagogos que la valoran. Un ser empático entabla relaciones sanas y productivas con sus semejantes y está en capacidad de vislumbrar perspectivas y abordajes diferentes a los propios, lo que incluso en términos utilitaristas no resulta despreciable.
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El comportamiento psicopático, en contraste, involucra conductas opuestas a las anteriores. Entre sus propiedades se cuenta un desconocimiento del otro como ser sintiente. De ahí que tantos psicópatas gocen torturando hámsters, viendo corridas taurinas o golpeando indefensos. Que me excusen los profesionales neuropsiquiatras si desde mi postura especulativa incurro en imprecisiones, pero en lo personal tiendo a ver el llamado ‘oso ajeno’ como la modalidad más natural de empatía entre humanos. Las restantes me parecen escasas.
Dudo que exista un solo individuo a quien la ausencia de dicha empatía no haya lesionado. Según estadísticas, de hecho, vivimos asolados por una muchedumbre de psicópatas no diagnosticados y encubiertos. O, cuanto menos, de ‘poco empáticos’ sueltos. ¿Ejemplos? El condiscípulo del kínder que, empujado por tacañerías autoinducidas o impuestas desde su hogar, se niega a compartirnos sus útiles. El bully empeñado en importunar a sus compañeros desde preescolar hasta undécimo grado. El colega ‘lamesuelas’ del trabajo en pos de equivocaciones cometidas por sus pares para valerse de éstas como trampolines de ascenso. El funcionario con su clásico “por eso le digo”. Los abanderados del “eso no es problema mío”. Aquellos políticos obsesos con embutirles a sus pueblos soluciones de transporte insufribles que ellos mismos jamás abordarían.
¿Más casos? El conductor que en su pretensión irracional de solucionar un embotellamiento de tráfico a fuerza de pito hace resonar sus decibeles con sevicia, sin analizar que los únicos afectados directos serán los transeúntes próximos, inocentes y ajenos al problema de raíz. Los repartidores de volantes que pese a sabernos atafagados de paquetes y sin manos con qué atenderlos nos extienden publicidades impresas de telefonía móvil o de algún combo ejecutivo con postre y jugo de guanábana, como si fuésemos pulpos. ¿Y qué decir de esa fórmula anti-empática casi instintiva, consistente en mofarse sin asomo de clemencia al observar a otro tropezándose? Bien recuerdo cuando por allá en 2001 la lluvia me postró sobre un andén resbaladizo, y al dolor debido a una subsiguiente lesión de rodilla que me mantuvo incapacitado durante días debí sumar el desdén de quienes me contemplaban carcajeándose sin siquiera acercarse a preguntarme cómo me sentía mientras disfrutaban viéndome reptar.
Tan poco empáticos como los anteriores son quienes han hecho de la indecencia y la ausencia de gentileza sus doctrinas vitales, cual si gustaran de ser tratados así. Los que no saludan al abordar un ascensor y aquellos que encuentran difícil articular un ‘por favor’, un ‘discúlpame’ o un ‘gracias’. Y, por supuesto, esos que ante cualquier solicitud expresa de ayuda o solidaridad tienen preparado un ‘no’ automático por default. De seguir, saturaríamos enciclopedias enteras. Las líneas se agotan, pero finalizo con una pregunta: ¿no resultaría oportuno en estos tiempos de pretendida reconciliación reflexionar con respecto a la tal empatía y sus poderes sanadores, para así cultivarla como una posibilidad real de redención, propicia en un mundo enfermo de indolencias e indignidades? Hasta el otro martes.