Opinión

Abonía

Parecía correr alocadamente y sus brazos largos casi le pegaban en la cara por cuenta de su entusiasmo. A veces le faltaba levantar un poco más la cabeza para concretar sus intenciones, pero por lo general era de esos futbolistas tipo “culebra”. Más rápido que técnico, aunque con buen desborde en sectores complejos para salir del atolladero.

Jair Abonía tuvo que vivir una época compleja porque, por esos tiempos, los clubes o contrataban extranjeros para ocupar posiciones de ataque o futbolistas merecedores de convocatoria en la Selección. Entonces lo suyo era un poco eso de sumar esfuerzos al esfuerzo. Por Cúcuta se le vio por primera vez en un equipo acostumbrado a hacer despegar atacantes tremendos que luego marcarían leyenda –Iguarán, Usuriaga, Asprilla– y allí se dio mañas para figurar con Carlos ‘la Fiera’ Gutiérrez en un ‘motilón’ flaco en resultados y rendimiento. Se ponía ‘la rojinegra’ que tenía estampado el patrocinio de Castalia Cristalima y se iba al campo a correr y correr sin parar.

Millonarios se fijó en él y lo llevó. Y él aceptó porque eso era encontrarse de frente con las grandes ligas. Obvio, sabía que era el cuarto atacante en un equipo que jugaba arriba con monstruos de la talla de Iguarán, ‘Gambeta’ Estrada y Rubén Darío Hernández. Luis Augusto García casi siempre lo incluía en los segundos tiempos cuando había que desgastar defensas a punta de carrera, entonces su labor era la de hacer un poco de ese trabajo sucio tan poco valorado en los delanteros de relevo: porque a ellos no solamente se les pide anotar, sino abrir el camino, ser el consueta de los artistas rutilantes cuando a ellos se les olvidaba la letra en plena función.

Un amigo me preguntó si me acordaba de goles de Abonía y claro que los recuerdo: varios, aunque uno en Bucaramanga en 1989 ante Van Strahlen que representó un triunfo por la mínima y otro contra el Medellín en 1990, cuando comenzaban las etapas duras en ‘el azul’ –el arquero de ese DIM era Hernán Torres– son los que más frescos tengo en la mente. Fue campeón con Millonarios en 1987 y 1988 y después debió plantar cara cuando el club bogotano empezaba a sentir que sus años de gloria iban a tener un freno de mano que duraría 24 años.

En 1992 su rumbo cambió y por fin empezó a tener un rol mucho más notorio porque ya no estaba tan eclipsado, en el Once Caldas. O mejor, en el entonces llamado Once Phillips. Allí se encontró con un viejo amigo con el que había compartido el color azul: Luis Quiñones. Y al lado de Miguel Asprilla, Fabián Martínez y un muy buen volante paraguayo que se me perdió del radar (Blas Romero se llamaba) empezaron a hacer destrozos en 1993. Jugaba ese Caldas con una alegría indisimulable, tanto que los llevó a ser primeros del torneo apertura y ganadores de la bonificación. Abonía por fin dejaba la ropa del actor de reparto y el protagónico se lo repartían entre cuatro, mientras que los demás –Martín Zapata, Óscar Córdoba, Guido Torres, Robeiro Moreno– se empeñaban en defender muy bien lo que los de arriba conseguían.

Se me había refundido Abonía hasta que llegó la noticia de su muerte frente a niños a los que él quería hacer protagonistas principales en la cancha Villa Pyme en Jamundí. Muy triste todo.

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