Opinión

El Whopper de La Floresta

Hace unas semanas anduve caminando entre los barrios La Floresta y Coasmedas de mi natal Bogotá, en cercanías de lo que antes fuera el local circular ocupado por la clásica sede del Whopper King, ochenterísimo expendio de hamburguesas y malteadas. Gracias a la mencionada excursión, motivada por el deseo de llegar hasta Morato sin someterme al tráfico, pude comprobarlo en alma propia: dicho establecimiento ya no existe. En su reemplazo ahora opera un Presto, marca cuya supervivencia encuentro destacable, pero que aun así no alivia en modo alguno el duelo por la pérdida de ese entrañable Whopper que en tiempos tempranos tuve la fortuna de conocer.

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Lo digo yo, que aunque convertido a las filas del vegetarianismo hace veinticuatro años no olvido lo que para mi infancia significaron el Burger King y el Wimpy de Unicentro, y alguien a quien aún los domicilios del 2574200 de La Pizza Nostra y el 2627700 de El Espectador le resuenan en el corazón. Ignoro cuándo se habrá perpetrado semejante calamidad urbanística. Me figuro que hará un par de años o si acaso meses. Casi puedo asegurarlo, porque Juan Carlos Garay y Jaime Andrés Monsalve, siempre tan considerados, me llamaron de allí no hace mucho, según recuerdo. A propósito anduve pensando en lo difícil que sería transmitirle a la conciencia pixelada de un millennial aquella melancolía que para mis contemporáneos implican semejantes desarraigos. Decirles con lágrimas: “¡Estoy triste! ¡el Whopper ha muerto!”, tan solo para que respondan con otra pregunta ofensiva del tipo: “¿Y qué es el Whopper, miserable vejete?”.

Algo similar sentí cuando removieron el neón de La Gata Caliente del edificio Rotonda de la 100 con 15; cuando demolieron la casa de Jaime Samper, en la 75 con Séptima; cuando desatornillaron el logo de Bavaria de la edificación aquella del Centro Internacional; cuando desmantelaron el monumento a los ganaderos del hoy rebautizado Centro Comercial Avenida Chile, al que por cierto también le cercenaron su legendaria cúpula; cuando en donde funcionaba Crab’s Bar montaron un parqueadero; cuando Inravisión se convirtió en RTVC; cuando el Ley dejó de existir; cuando Sears se hizo Galerías; cuando Pomona se metamorfoseó en Éxito; cuando al Banco de Colombia lo llamaron Bancolombia; cuando cerraron Tower Records; cuando el Bulevar de las Estrellas de Jorge Barón comenzó a agrietarse; cuando Comcel mutó a Telmex; cuando Microsoft se apoderó sin fines concretos del dominio Bogotá.com; cuando por oscuras razones se extinguió La Perrada de Édgar; cuando a Jeans & Jackets lo sustituyó Xiomy; cuando en lugar de 88.9 empezó a sonar Radio 1; cuando fenecieron Conavi, Concasa, el Banco Cafetero, Ahorramás y otro centenar de financieras más; cuando Caracol Stereo se volvió W Radio; cuando a la HJCK la reemplazó 40 Principales o cuando en lugar de las tradicionales estaciones de gasolina tipo Texaco, Terpel o Mobil implantaron las advenedizas Petrobras. Incluso, para qué negarlo, experimenté lo mismo este mismo año al ver morir el Foto Japón del Centro Andino.

Entonces me pongo a elucubrar tantos ayeres escapados y la manera como esa urbe que de pequeños nos abrigó se va desmoronando, para reducirnos a una generación cautiva en siglo ajeno. Mi alma se lamenta, mientras desde lo más hondo de mis recuerdos emerge otra vez un suspiro por el viejo Whopper de La Floresta.

 

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