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Hace tres años, muchas colombianas pegaron el grito en el cielo por los esmaltes de Masglo. “Cómo es posible que nos irrespeten diciéndonos fufurufas, qué pasa con la liberación femenina” y todo un montón de argumentos que se quedaron en ridiculeces ante un comportamiento que va más allá de una etiqueta: denigrar a cualquier mujer que se destaque del grupo, sea en apariencia, intelecto u otras características, como una manera de sentirse “más” ante quien generalmente se sienten “menos”.
Claro está, dentro de eso hay taras clasistas y racistas, así como sexuales, que cargamos desde la Colonia. Pero es francamente repugnante- así como cotidiano- ver cómo las colombianas las reproducen en cada aspecto de su vida cotidiana para segregarse entre ellas mismas y violentarse aún más. Porque, tres años después, la pregunta que me hice en el debate de Masglo sigue vigente: ¿De qué sirve indignarte porque un esmalte te llame fufurufa (que es otra palabra reconvertida en un término peyorativo), cuando llamas a la otra “loba”, “guisa”, “gorda inmunda” o “mal cogida” u otros apelativos para denigrarla si luce o no actúa como tu crees que deben actuar todas las mujeres?
Admito que como mujer lo he visto y lo he hecho desde el colegio. Cuando veía a una que era más bella, “debe ser estúpida” o “debe ser puta”. Cuando una no pertenecía a los cánones, “pobre tonta perdedora” o “cómo conseguirá novio”, así, como beata insoportable e hipócrita del siglo XVIII. Esto se repitió (y se repite, a diario) en mi oficina, donde el cuchicheo a mansalva, las risitas y los círculos de chisme también se veían invadidos por ese veneno que sale naturalmente, de muchas, a raudales. Porque si Fulanita usa un jean que estéticamente chocaba con la visión de alguna, “loba”. Si asciende, “se lo dio al jefe”. Si no tiene pareja “pobrecita”. Si se enoja o te contraria “no tiene a nadie quien la soporte y se la coma”. Y ni hablar de las mujeres de la familia.
Así, contra las mujeres, somos peores que los hombres. Peores que esos que condenamos por sus calificativos sobre nuestros cuerpos o comportamientos, pero que generalmente criamos con esa mentalidad que ni se acerca, por asomo, a un siglo donde supuestamente hay más inclusión y libertad de pensamiento.
Por eso pienso en las mujeres de mi país, con ese comportamiento idiosincrático, como esas damas encorsetadas de crinolinas y abanicos de una novela garciamarquiana que no pueden dejar de hablar de las demás y de ellas mismas, sin salirse nunca de esas varillas físicas ni mentales, sin salirse nunca de su postura rígida y espantosa, en la que está mal que una mujer muestre, sea de otra clase social o le dé por ser artista porno si se le da la gana.
Encorsetadas con sus mandamientos de clase social y belleza, anacrónicos, aspiracionales, pasados de moda, cerrados al mundo, estáticos, violentos. Las veo no con sus abanicos, sino en redes sociales, destruyendo a la famosa de turno o a la que decidió hacer lo contrario a ese absurdo mandato colonial que dice que debemos ser bellas, calladas, sumisas. Las veo burlándose en corrillos de Juanita por su culo operado y sus tacones, o de María y su poco sentido de la moda. Las veo sometiendo a la otra si tienen un puesto superior y a sus inferiores, prefiriendo a los hombres porque una mujer no puede enojarse ni ser tan recia como ellos. Las veo repitiendo esos comportamientos que sufren y de los que se quejan en público y en privado, pero que, con toda naturalidad, con un talento atlético que es espeluznante, repiten como si fuera un deporte.
Un deporte nacional que lastimosamente se repetirá por muchos siglos, por más marchas y plantones que hagan por una mujer asesinada en un parque, precisamente por esa violencia que ellas engendran.