Opinión

Del español bogotano aprendí…

Del español bogotano aprendí que nuestras palabras nos reflejan. Que estamos enfermos de hispanismo acomplejado cuando señalamos de ‘indio bruto’ a quien se nos atraviesa, de ‘guaricha’ a alguna casquivana, de ‘indiazo’ al gañán que nos embiste con su buseta o su 4×4, o de ‘flecha’ al móvil Nokia no inteligente y sin 4G. Que babeamos con los anglicismos al decir bakery, gym o beer-house. Que los nombres cambian, pero los conceptos no tanto. Que lo mismo son un pepito, un glaxo, un cachaco, un coca-colo, un gomelo un play o un puppy.

Del español bogotano aprendí que somos afrancesados si le decimos ‘ronboi’ a una glorieta; chibchas al hablar de ‘chuzos’, ‘chuspas’ o ‘güevas’; moriscos si pedimos ‘almojábana’; y anacrónicos cuando al jugar bolos nos valemos del sistema ‘chinomatic’. Que la historia va en espirales, y que así como ahora hay ‘transmilentos’, ‘alimentadores’ y ‘bicitaxis’ antes hubo ‘cebolleros’, ‘lecheros’, ‘dietéticos’, ‘hijueputivos’, ‘lorencitas’, ‘nemesias’, ‘trolleys’ y ‘zorras’.

Del español bogotano aprendí a ser punzante y cortés. Aprendí el credo de “Solicite su crédito, que nosotros con gusto se lo negamos”. El de “Si su hijo sufre y llora, es por un chofer, señora”. Aprendí a esperar el apocalipsis entre versos: “El 31 de agosto, de un año que no diré, sucesivos terremotos destruirán Santa Fe”. Aprendí a no olvidar los cada vez más distantes “tiempos del ruido”. Aprendí qué son un calvazo, un coscorrón y una ensalada.

Del español bogotano aprendí que los vecindarios tienen historia. Que Matatigres debe su nombre a un presunto comedor de felinos; La Marichuela, a la ‘querida’ del virrey Solís; Atabanza, a los muiscas; y Chapinero, a Antón Hero. Aprendí que entre tantas desocupaciones nos hemos ingeniado conceptos maravillosos materializados en sonidos y letras. Que somos onomatopéyicos cuando hablamos de ‘poñoñoings’ para ilustrar cierta condición típicamente masculina, cuando brindamos mientras exclamamos ‘chin-chin’ o cuando llamamos a los aires tropicales ‘chucu-chucu’.

Del español bogotano aprendí lo que son un copetón y el kikuyo… esa especie de pasto que con sus tentáculos es soberano indestronable de la sabana. Aprendí qué significan ‘sol de los venados’ y ‘circunvalar’. Aprendí sobre el extinto patico zambullidor de nuestros humedales, del que no se sabe desde hará cuatro décadas. Aprendí lo que es un trepador, un lagarto, un voltiarepas, un fariseo, un lamesuelas y un chupamedias. Pero también lo que es una llavería, dos cachas, un amiguis, un pana o, todavía más antioqueño-portugués, un parcero. Conocí fantasmas. Aprendí quién es el monstruo cara de perro, el espanto de la casaca verde y el Espeluco de Las Aguas. Aprendí a qué huelen un urapán, un té de Bogotá, un chusque y un chamizo, cuando les caen chubascos.

Del español bogotano es tanto lo que he aprendido que hoy no me queda más que compartirlo en estas líneas, insuficientes… como casi todo. Para aquellos a quienes el tema apasione, mi invitación para hablar de este y otros asuntos y despedir el año que agoniza durante la presentación del *bogotálogo II: usos, desusos y abusos del español hablado en Bogotá, diccionario ilustrado y editado por el Idpc, de cuya elaboración tuve el honor de hacer parte en renovadísima versión “con todos los juguetes, a colorinches y engallada”. La cita es a las 4:00 p.m. en la cra. 4 n.º 10-18 este jueves. ¿Vienen?

*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.

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