Una costumbre típicamente colombiana que hoy abomino, por más que en mi juventud la tolerara, profesara e incluso defendiera, es aquella de desconocer horarios y plazos estrictos… un hábito pernicioso, afincado desde la cuna en nuestras irresponsables conciencias.
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Así es: durante eras escolares, universitarias y en las iniciales de mi trasegar profesional yo era de quienes militaba en tan nacionalista y poco rigurosa legión de impuntuales por convicción. Y con todo cinismo incurría en la desvergüenza de enojarme cuando alguien no desplegaba la laxitud indulgente de esperar durante al menos treinta minutos más, añadidos cual extra-tiempo al instante estipulado para una cita.
Pero los años me mudaron de bando. Quizás ello se debió a que a partir de mis treinta fue despertándoseme aquella adormecida conciencia acerca de la cortedad de nuestras vidas y la afrenta que implica desperdiciar tiempos propios y ajenos, cuando los años ya comienzan a escasearnos. Quizás ahora soy más ocupado… o, cuanto menos, me interesa parecerlo.
Existe entre nuestros coterráneos una suerte de pacto tácito y acaso contagioso de incumplimiento, análogo a lo que bien podría ser llamado “hora mecánico”. Esto es… un monto mínimo de minutos o días que por principio las gentes anexan al momento de inicio en sus compromisos. El asunto, que en principio pareciera delatar ciertos visos cómicos, tiene mucho de dramático y, por lo mismo, de preocupante. La inocente “ley del cuarto”, bendición para quienes como yo abominábamos hasta el tuétano las clases universitarias, pierde toda su benignidad cuando se extrapola a ámbitos profesionales.
Si el latonero dice: “tranquilo, patrón, que su trabajo se lo tengo pal próximo lunes a las tres”, ello significa que, con mucha suerte y algo de presión, éste habrá de verse culminado del viernes de la semana que viene “en quince”. Si un cableoperador programa visita técnica el venidero jueves, dentro del rango de las 8 a.m. y las 2 p.m., resulta necesario acopiar la sapiencia y la paciencia suficientes como para traducir sus palabras como “el domingo al final de la tarde… y eso si está de buenas, llave”. “Llame por ‘ay’ (porque ni tildan el ‘ahí’) en 15 días” equivale a “no se vuelva a aparecer en por lo menos tres meses, y deje el afán”.
Lo anterior constituye el germen de exabruptos tercermundistas traducidos, por ejemplo, en obras civiles entregadas a destiempo y en las décadas enteras que en ciudades como Bogotá suele tomar la finalización de los más sencillos adelantos infraestructurales. Por demás, resta credibilidad e interés en relaciones profesionales, personales e incluso sentimentales.
Y para no incurrir en superioridades morales, concepto tan en boga por estos días, lo admitiré: de manera ocasional, dentro de mis quehaceres laborales también he incurrido en algunas contravenciones menores al código de lo que desde hoy llamaré ‘apego cronológico’: pido prórrogas a mis editores. Llego cinco minutos tarde al encuentro, no sin antes excusar mi retraso ante los involucrados por la vía del teléfono móvil. Pero, puedo asegurárselos, a diario lucho contra tan execrables flaquezas.
Termino con un llamado, que más que llamado es súplica, y le pongo tono demagógico: “connacionales… ‘coloquémonos’ serios. Erradiquemos la estúpida excusa del trancón. Si son las cinco… que sean las cinco. Abstengámonos de seguir devaluando la palabra propia. Permitámonos soñar con la utopía de un país de rigores y apegos estrictos”.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.